La señora Moreno, a la que casi todo el mundo llama Julia menos la señora Oldeguer, que la llama Julita, es capaz de limpiar y ordenar una habitación normal de hotel, incluido el cuarto de baño, en quince minutos, veinte si el huésped se ha marchado ese día. Es una kelly. Nada más abrir la puerta de la habitación 504 llega su única ocupante, la señora García-Trevijano. Se ha olvidado las gafas de sol, unas D&G de pasta veteada.

—¿No hace usted huelga? —le pregunta.

—Sí, señora, la haré de dos a cuatro.

—Ah, claro, que son solo dos horas. Pues nada, que le vaya a usted bien.

La huésped se va con sus gafas. Julia descorre las cortinas y abre las ventanas. Luego retira las sábanas de las dos camas aunque una de ellas solo tiene la colcha retirada, como si alguien hubiera echado una siesta. Recuerda lo que le dijo una vez su jefa: «Una arruga en una sábana es una afrenta para el huésped y para el hotel». Recoge las revistas tiradas en el suelo al lado de la cama de la siesta y las coloca ordenadas encima del mueble bar. Pasa al cuarto de baño. Recoge las toallas del suelo y también los papeles y un par de pequeños botecitos que rodean la papelera. Desinfecta y limpia el espejo y los sanitarios. En el inodoro hay pegados unos restos de materia oscura, como lo llama su hija, que estudia física en la universidad, y ha de emplearse a fondo. Luego pasa la fregona. Vuelve al salón-dormitorio. Quita el polvo de los muebles, comprueba que todos los aparatos funcionan y por fin pasa la aspiradora. Hace las camas, cierra las ventanas y corre las cortinas. Empuja su carrito de limpieza hasta el pasillo y mira su reloj. Diecisiete minutos. Se dirige con paso rápido a la habitación 505.

A las dos y diez ha terminado. Nota un pinchazo en la parte baja de la espalda y eso que se ha tomado un ibuprofeno. A ver si luego por la tarde le da un masaje su hija, que tuvo un noviete osteópata y ahora tiene magia en las manos.

Se toma una cocacola sentada a una mesa enorme que hay en las cocinas con un sándwich de restos de lo que ha sobrado del buffet del desayuno, cortesía del hotel, mientras lee el periódico del día anterior que ha cogido de una de las habitaciones que ha sido desocupada. En la portada, cinco chicas muy jóvenes, «cinco universitarias» según reza el pie de foto, miran a cámara y sonríen. Parecen felices. Le hubiera gustado ver ahí a su hija. Va pasando las páginas. Hay muchas noticias sobre la huelga de mañana, o sea, hoy. En la última página lee: «Tres ministras francesas gritan “vagina”». No sabe si está relacionado con la huelga, pero le parece divertido y se ríe. A ella también le gustaría gritar «vagina». Y luego «culo» y «coño» y… Bueno, eso no, ni siquiera se atreve a pensar en esa palabra.

La casa que limpia durante cuatro horas dos veces a la semana está relativamente cerca, solo tiene que coger un autobús. Es la casa en Madrid de una senadora catalana. Llega un poco antes de las cuatro. Aunque tiene llave, llama a la puerta. Le abre la señora Oldeguer.

—Vaya, Julita, no la esperaba hoy. ¿Que no hace usted huelga?

—Buenas tardes, señora. Sí, señora, ya la he hecho, dos horas. De dos a cuatro.

—Vaya, de dos a cuatro. ¿No es ese su tiempo libre para comer?

—Bueno, señora, yo como en diez minutos.

La señora Oldeguer tuerce el gesto. Parece que va a darse la vuelta pero en seguida recupera la sonrisa y sorprende a Julia con su propuesta.

—Escuche, Julita, vamos a hacer una cosa. Se va a ir usted a las seis. Y no se preocupe por el dinero, le dejaré los cuarenta euros donde siempre. Vaya, ¿qué le parece?

—Ah, muy bien, señora. Se lo agradezco.

—Vaya, pues arreglado. Las mujeres tenemos que ser solidarias, todas pertenecemos a la sororidad.

Julia va hacia la cocina. La señora Oldeguer le recuerda que no se olvide de limpiar bien el horno y debajo de los muebles de los cuartos de baño, que los gérmenes pululan por todas partes. Luego se pone el abrigo, coge el bolso y se va.

Julia termina de hacer lo imprescindible y luego abre una cerveza que se toma con unos pocos pistachos que tanto le gustan. Terminada la merienda mete el casco del botellín en la mochila junto con las cáscaras de los pistachos envueltas en un trozo de papel de aluminio. Echa un último vistazo a toda la casa y pone la alarma. Son las seis y media pasadas.

Cuando llega a su pequeño piso un poco antes de las ocho ve a su hija estudiando en la mesa del salón que también es comedor, cuarto de la tele y dormitorio de invitados.

—Hola, cariño. ¿No has ido a la manifestación?

—No puedo, mamá, mañana tengo un examen y he de acumular buenas notas para la beca. ¿Has hecho huelga? Hoy has venido más pronto.

—No, hija. O sí, no sé. La señora Oldeguer, que se ha sentido generosa. Ahora voy a planchar un poco, así tu padre tendrá algo para ponerse mañana.

Julia planta la tabla en medio del salón y enchufa la plancha. En ese momento se acuerda de algo.

—Oye, hija, la catalana me ha dicho algo así como que todas las mujeres pertenecemos a la sonoridad. ¿Tú sabes lo que ha querido decir?

—Sororidad, mamá,con erre. Viene de sor, que significa hermana. Que somos todas hermanas, vamos.

—Ah, claro, como las monjas. Ahora lo entiendo.

Empieza a planchar. De pronto deja la plancha en la tabla y se pone en jarras con gesto serio.

—Bueno —dice mirando hacia donde está su hija—, la verdad es que no lo entiendo.

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