Despuntaba la medianoche cuando Atilio echó llave al taller, tras pasar revista al bordado de las casacas. Faltaban apenas dos días para el estreno y se esperaba de un momento a otro la llegada del famoso tenor italiano, Renzo Benini, que encarnaría al Príncipe Ramiro en la ópera «La Cenerentola».
Trabajó sin descanso durante semanas en la confección del vestuario y las pelucas, sorteando dificultades del oficio, como el sorpresivo embarazo de «La Cenicienta» que obligó a modificar por completo el vestido a fin disimular la inocultable panza bajo un moño gigantesco. Sólo restaba ajustar los detalles.
Atilio había dedicado su vida entera a vestir cientos de personajes de ópera y ballet. Numerosas celebridades desfilaron por su taller, incluída la Tebaldi y Pavarotti. Este último, «Luchiano» (como suele llamarlo cariñosamente), fue objeto de su más abnegada dedicación, rayana en la idolatría. De cada uno atesora un recuerdo que evoca con el orgullo de quien ha visto, oído y tocado. Cientos de fotos, bocetos y retratos empapelan las paredes de su recinto y se murmura que allí mismo esconde reliquias invaluables.
Bajó las escaleras sin prisa, saludó al guardia de turno y se marchó.
Muy temprano en la mañana lo sobresaltó la voz de Marcelo canturreando en el pasillo una bella canzonetta.
-¡Marcelo! ¡Ven aquí!
-Buen día, padre. ¿Cómo está esa tos?
-Bien, bastante mejor. Anda, ponte el saco y cuidado con las mangas que sólo están hilvanadas.
Obediente, Marcelo se dejó probar y medir por las manos habilidosas de Atilio. Su esbelta figura era la de un verdadero príncipe, aunque a duras penas obtuvo el rol suplente con pocas probabilidades de ocupar el lugar del gran Renzo en la escena. Atilio esperaba ansioso el día en que su hijo dejara de ser un segundón y brillara por fin en los escenarios del mundo. Tenía el «squillo» de Caruso, decían. Pero, con squillo o sin squillo, seguía vegetando entre bambalinas.
Ajustó el traje de Marcelo y dejó que otros concluyeran el trabajo. La peluca de «Don Magnífico» lo tenía a maltraer. Y esas bordadoras que tenían manteca en las manos… Estaba visto que debería ocuparse de todo él mismo. Afuera, un bullicio que crecía en volumen llamó su atención. «¡Llegó! «¡Llegó!» «¡Está aqui!»
El mismísimo Renzo Benini empujó la puerta con mano torpe, escrutó brevemente el interior y se abalanzó sobre Atilio estrujándolo en un abrazo de titán.
-Buongiorno! Tanti anni, caro Atilio! Caffe, per favore… Dove sono il miei vestiti?
Atilio acercó una silla en la que Renzo desplomóse resoplando como un caballo y corrió a buscar el traje y un café. Conocido por su perfecta coloratura y un «do de pecho» que estremecía las ventanas y destrozaba corazones, el divo estaba entrado en años y en carnes, más cerca de Fausto que novio de Cenicienta… Sus mejores épocas eran cosa del pasado, aunque para muchos seguía siendo una leyenda.
Hubo que ensanchar las prendas. Atilio estaba acostumbrado. Los vestuaristas andan siempre por ahí con las agujas listas, elásticos, alfileres y tijeras para salvar el más mínimo percance hasta el instante mismo en que se abre el telón. Pero no era cuestión de que se zafe un botón o reviente la cremallera cuando el pobre hombre está inflando sus pulmones a sala llena.
Luego de varios arreglos, Renzo se miró en el espejo y dio el visto bueno regalando al escaso auditorio una vocalización atronadora que daba por finalizada la sesión de prueba. Se despidió con un sonoro «Arrivederci» y salió arrastrando su estela de gloria apolillada.
Durante lo que quedaba del día y todo el siguiente, Atilio y su equipo trabajaron sin descanso hasta que no quedó ruedo sin ajustar ni zapato que pulir. Los ensayos se prolongaron hasta bien entrada la noche, tanto así que de a ratos Atilio se escabullía para observar a hurtadillas a su hijo que cantaba a la par de Renzo, la voz joven y cristalina, los agudos puros, perfectos. Pero lo cierto es que el público pagaba por aplaudir al tenor obsoleto. Marcelo apenas empezaba a recorrer el camino que Renzo se resistía a abandonar.
Llegó la noche del estreno. El teatro bullía como un hormiguero alborotado donde cada quien desempeñaba una tarea única y fundamental. Se empolvaron las pelucas y se alistaron los percheros.
Cenicienta lucía rozagante aunque ciertamente más rolliza. Los figurantes estorbaban como ardillas con los nervios a flor de piel. Renzo no aparecía por ningún lado.
Llamaron al representante y al chofer y lo buscaron en el hotel. «Salió temprano», dijeron. El público se agolpaba en la acera y cuando ya empezaban a circular rumores maliciosos, haciendo gala de un pomposo despliegue, el gran Renzo Benini atravesó el mar embravecido de fotógrafos y fanáticos dedicándoles su sonrisa más seductora y un saludo desde lo alto de la escalinata.
Atilio en persona lo vistió sin mucho miramiento. Le disgustaba su prepotencia y el aliento rancio a alcohol.
-Le escarpe, Atilio! Su, su, sbrigati!!
Sin pronunciar palabra, corrió a buscar los zapatos. La función estaba por comenzar.
El primer acto transcurrió sin sobresaltos. El público aplaudió discretamente. Pero promediando ya la segunda parte sucedió lo inesperado. A punto de declarar su amor a Cenicienta, el «príncipe» Renzo resbaló y rompió el tacón de su zapato cayendo redondo al piso ante el desconcierto general. La orquesta siguió tocando mientras brazos solícitos lo arrastraban fuera del escenario. Inmediatamente Marcelo tomó su lugar deslumbrando a todos con la difícil y esperada aria «Si, ritrovarla io giuro». Tan sublime fue su actuación que el público olvidó por completo el incidente y lo ovacionó con un generoso aplauso de varios minutos. Más tarde la crítica lo calificaría como «el príncipe de los tenores» y hablarían largo y tendido sobre la «caída» de Renzo.
Atilio aplaudía a un costado, con lágrimas en los ojos. Su mujer estaría orgullosa. Lo había hecho por ella y un poco por Marcelo que necesitaba un empujón. O un tacón flojo.
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