Seis y treinta. Debo irme, el deber llama. Lucila llevará a los niños al colegio, por lo menos hoy tenemos electricidad. Estoy a tiempo para despedirme y rezarle a la virgencita su oración diaria.
- – Deberías renunciar a ese maldito trabajo y largarnos de este país – grita Lucila desde la cocina.
Seis y cuarenta. Miro el reloj instintivamente, en la parada. La gente espera transporte. Se le ha puesto difícil, cada día son menos los autobuses. A lo lejos diviso la camioneta negra. La gente me mira en silencio, se puede sentir su hostilidad hacia el uniforme y el arma enfundada. Cuando arrancan se llenan de valentía, gritan cosas. No le hacemos caso, no son amenaza. Estamos acostumbrados.
Siete am. En fila. Afónicos y desafinados entonamos el himno nacional. Al final gritamos la nueva consigna del cuerpo « ¡Traidores nunca, leales, siempre! » rompemos filas, cada quien a sus obligaciones.
Ocho am. Me preparo para bajar a los calabozos. Trajeron nuevos “pacientes”, así los llamo, espero que estén dispuestos a cooperar. Me facilitarían el trabajo. No estoy de humor para soportar a nadie, menos con las amenazas diarias de Lucila.
Nueve am. Bajo al quinto sótano de la “Tumba”. Paso revista por los calabozos. Los presos duermen boca arriba, tragándose la luz blanca que los desquicia. Luego a la sala de torturas donde tienen sentada en una silla de hierro a la Capitana Alba, la del golpe añil. Con bata médica y las nalgas desnudas, gélidas, titiritando. Eso me excita.
Diez am. Estudio el expediente. Me permito un cigarrillo contra el frío. La bocanada de humo asfixia a la paciente. Las mujeres rebeldes son mis favoritas. Tienen un toque que apasionan. Me vuelven loco sus lágrimas, su sudor helado, sus gemidos, hasta su asco. Mis mejores erecciones las he logrado acá. Sobre todo cuando sangran, cuando les veo los moretones en el cuerpo. La boquita hinchada, resquebrajada.«Son tan frágiles»
– Cante mi amor, cante o le saco las uñas – Trémula con los labios morados. Lastima que la venda no le permita verme.
Once am. – Esta vieja no quiere hablar y está inconsciente. El director teme que se me pase la mano y que su muerte levante a sus compañeros militares.
Doce Meridiano. La capitana produce nauseas. Su orina y heces apestan, contaminan la estancia. Ordeno al guardia que la bañe. Tengo hambre. No todos pueden hacer mi trabajo. Supongo que es talento. Volveré en dos horas. La muy perra no ha dicho otra cosa que maldecirme.
Una pm. Ya en la mesa del comedor, mis compañeros sonríen nerviosos al verme. Lo siento. Me temen. Soy uno de esos elementos de control. Desvían su ambigüedad al aparato de televisión. Juega la Vinotinto en España, donde los opositores pueden destilar su odio contra nuestro presidente. A cero volumen. Sin embargo el maldito camarógrafo enfoca el rostro de esa gentuza con la bandera. Puedo leerles en los labios la rabia que nos tienen. Si supiera el nombre, daría con sus familias. Basta, disfrutaré del juego.
Dos menos 15 pm. Final del primer tiempo, con gol de Rondón. Es opositor el Salo, pero lo perdono. Metió el gol a la poderosa Argentina de Messi y eso no tiene precio.
Dos treinta pm. Un gemido largo de la capitana me derriba el ánimo. Se acaba mi diversión tan temprano. Los guardias tratan de revivirla. Uno me mira acusador, el Director no quiere que se me pase la mano. Se lo dijo a ellos. Voy a entretenerme con los otros pacientes en el pasillo.
Tres pm. Regreso al cuarto. La capitana parece dormir. Es una marioneta inerte. Retiro la venda. Rostro bello con ojos aguarapados que miran fijos, ya sin miedo, ya sin odio, ya sin nada. La muerte tiene esa mirada, tanto del traidor como el verdugo. Así me gusta, sin remordimientos. Le quito la bata azul de enferma. Explayo sus piernas. Unas fotos con el teléfono móvil. Para el archivo particular.
Tres treinta pm. Subo a las oficinas contrariado. Todos hablan de la victoria de la Vinotinto, genial. Por un momento tenemos otro tema de conversación que no sea la situación del país. Hasta el director esta de buen humor. Me mira – te pasaste – me encojo de hombros. El también me teme – no se preocupe, mañana se la suicido desde el octavo piso.
Cinco pm. Los vecinos de mi edificio que me encuentro en el ascensor saludan. Solo eso, mera cortesía. Lucila esta sentada en el sofá mirando a la pared, ajena. Los niños hacen bulla en su dormitorio. Voy a abrazarlos. Lucila no reacciona. Mejor, callandito es adorable. Voy a rezarle a la Virgencita.
Siete pm. Cenamos. Los niños comen en silencio sin mirarme, ¿un complot? Me levanto a media comida. Lucila dice que no aprecio nada. Quiere crecerse, en el matrimonio, uno manda y punto.
Nueve pm. – Necesito hablarte – insiste Lucila.
- -¿De que?
- -Quiero mudarme, a otro país, otro vecindario, lejos de aquí. donde no tengamos que dar la cara a los vecinos.
- -¿Te hicieron algo?
- -No me han hecho daño. Solo nos miran, sin hablarnos.
- -Es normal, eres antipática.
- -¿Antipática? … Vivo con un esbirro, te odian.
- -Me tienen miedo.
- -Un día de estos vas a aparecer con las tripas abiertas.
- -No ha nacido el hombre.
-Puede ser. Voy a dormir, no quiero que me toques. Se lo que haces en tu trabajo. Eres un asesino.
Diez pm. Lucila ha apagado las luces. Su cuerpo cálido tan cerca. Es hora de descargar la turbación que me dejó la Capitana. Me rechaza. Sigue reacia. Intento obligarla. Logra darme un golpe en la ingle. En medio del dolor siento que se levanta y enciende la luz. Va a donde está mi ropa. Adolorido la veo de reojo, luego de frente. Tiene mi pistola apuntándome.
– Amor – alcanzo a decirle – son cosas del trabajo – Pero me mira fijo, como la Capitana, sin odio, sin miedo, sin nada.
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