Aprendí aquel oficio porque era lo que tocaba y en cierta manera, porque quería que mi padre se sintiera orgulloso. No es que no me gustara, al contrario, aquel, mi primer día, hace ya 35 años, estaba emocionado como un niño, aunque ciertamente era eso. Aquel niño de trece años, tan asustado como ilusionado en un caluroso día de junio, entraba por primera vez a un taller oscuro y lúgrube que intermitentemente se iluminada cada cinco segundos, cuando el electrodo se iba consumiendo soldando dos piezas de hierro.
Me quedé en la puerta mirando aquel espectáculo, recuerdo que era electrizante y perturbador a la vez. Los destellos de luz de la soldadura se entremezclaban con el sonido irritante de la maquina de cortar, que al aproximarse al acero hacía un ruido que iba apagándose conforme el disco troceaba una barra de hierro en decenas de trozos que luego serían unidos para formar algo parecida a un taburete.
La reducida puerta metálica que daba a la fachada de la calle hacía pensar que el local era pequeño para alojar un taller de cerrajería. La entrada estaba flanqueada por un entresuelo que hacía que el techo se aproximara hasta casi poder tocarlo alzando un poco los brazos. En el interior, los poco mas de cien metros cuadrados de taller estaban repletos de maquinaria ordenada en el lateral derecho, en el otro lado del local, unos bancos de hierros, construidos en el mismo taller, se ensamblaban cada una de las piezas.
Entré en silencio observando todo e intentando no molestar a los operarios que al fondo del local estaban ordenando las barras de hierro sobre una estantería. Al sobrepasar el entresuelo que quedaba sobre mi cabeza, los tres trabajadores de la cerrajería me miraron con cariño, no era para menos, dos de ellos eran de mi familia y estaban ya preparados para hacer de mi primer día de trabajo un recuerdo imborrable, así fue.
– ¡Manolo! –grito mi padre desde la ventana del despacho que estaba situado en el entresuelo desde donde le permitía ver en todo momento el taller –Explícale al chiquillo que tiene que hacer en la maquina de aluminio.
Mi tío paro de soldar de manera instantánea, asintió con la cabeza a las órdenes de mi padre y regalándome una sonrisa por debajo de su frondoso bigote me enseño el camino del vestuario para que pudiera cambiarme de ropa. Mientras, mi otro tío con su sonrisa socarrona y su voz basta se reía de mí y conmigo.
Allí pasé ese verano, y el siguiente, y el siguiente, hasta que dejó de ser el complemento a mis estudios para convertirse en mi quehacer diario, mi trabajo, aunque no mi futuro. Aprendí casi todos las tareas exceptuando soldar, mi padre nunca quiso que entrara en ese mundo, también aprendí a conducir un camión, a llevar una grúa, a leer un plano, a gestionar las compras y hasta dibujar ventanas y presupuestar. Aprendí todo lo que había que saber para ser un buen jefe, pero eso nunca llegó.
Aprendí muchas cosas en aquella etapa de mi vida, aunque posiblemente por mi inmadurez, no pude aprovechar todas las oportunidades que me brindaste para que fuera el mejor de los jefes. Tú siempre decías que hasta para enseñar, era necesario saber aprender, aunque en realidad tu rehuías de hacer de mi mentor, era una tarea demasiado complicada para ti y para mí.
Ya hace dieciséis años que decidí emprender otra camino lejos del aquel taller que fue tu vida, tu ilusión, tu proyecto y el resultado de una vida de lucha y sacrificio. Podría decir que fue una decisión complicada o que fue una ruptura dolorosa, pero lo cierto es que te estaría mintiendo. Tú y yo no llegamos a formar un tándem perfecto, no por ti, al contrario, tu pusiste todo de tu parte, hasta me ayudaste en todo momento a buscar mi proyecto. Aquél día que me despedí con un hasta luego, no perdiste un operario, yo gané un padre.
Es verdad que no me enseñaste a soldar, ni a cortar, ni a manejar la grúa, ni a dibujar, tu que lo hacías tan bien, pero me enseñaste algo que llevo dentro de mi corazón y de mi ser y que me ayuda a afrontar todas las batallas que emprendo. He aprendido de ti la lección más importante que puede ofrecer una persona, sea jefe o padre. Me enseñaste a luchar por lo que quiero y a no olvidar que si otro puede hacerlo yo también. Ahora sé que aprendí todo lo que soy gracias a tu ejemplo sin tener que recibir una sola clase tuya. Ahora sé, como siempre lo supe, que no podré llegar a ser nunca la mitad de bueno que tú fuiste antes de irte. Ahora sé, gracias a ti, el valor del trabajo bien hecho por encima de simplemente hacerlo.
Me gustaría que pudieras verme ahora y pudieras juzgar por tí, que vieras como he ido avanzando en esa carrera que tú siempre supiste que tendría. Todavía no he llegado al objetivo, ni estoy cerca de tu premonición (ya sabes de qué te hablo) pero, todo se andará, ya verás, todo es cuestión de proponérselo, de luchar y no desfallecer, nadie dijo que fuera fácil, pero si otro a llegado porque no vamos a llegar nosotros.
Pronto tocará tomar decisiones, avanzar o avanzar, solo vale mirar hacia delante, asumir un nuevo reto desde la humildad del trabajo bien hecho y el orgullo de ser tu hijo. Te necesito, necesito tenerte cerca para que me sigas enseñando, para que me sigas iluminando.
El trabajo lo tengo controlado, más o menos, pero la vida se me escapa entre los dedos, esa vida a la que dabas sentido con tu sola presencia. No sé si lo estaré haciendo bien papá, te sigo consultando, en voz baja, muchas veces y me pregunto en voz alta que harías tú si estuvieras aquí, es injusto, pero es que necesito sentir que me sigues enseñando.
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