Solía levantarse con una arruga en el pecho. Cada día el mismo recorrido para llegar a ese pueblo de extraña opulencia que estaba en las afueras de la capital. Ducha, desayuno, el metro hacia Principe Pío, los ‘buenos días’ al conductor del bus, algo a lo que no pensaba renunciar en esta ciudad de mañanas hoscas. Se preguntaba cómo había podido acabar allí, en ese edificio tan funesto. Educación de cartón piedra, de marketing y arribismo. Un centro gobernado por una directora, réplica aún más vetusta de profesor dickensiano. Tiempos difíciles. La biblioteca estéril penaba su sueño inmaculado y el teatro se destinaba a las inocuas coreografías de la fiesta fin de curso, delicia de los flashes y los grupos de wassap. También había fútbol, mucho fútbol en pistas enormes, con un apéndice lateral de faldas de tartán. Castigo y aniquilación de la primavera. Cárceles de brillantina.
Años antes, en su llegada a la ciudad, una noticia le sorprendió mientras se vestía para ir a su primer trabajo serio. Sonaba una canción de Lou Reed y el locutor de la emisora indie informaba sobre el fallecimiento del fundador de la Velvet. Terciopelo en las venas, cazadora de cuero y el sueño de la libertad desde los arrabales de humo y ladrillo. Ella, meditó, había venido a la ciudad en busca de otra cosa, un infierno o un paraíso musical y no aquel limbo en el que la mayoría de las veces se encontraba. Vivía entonces en un bajo que era, literalmente, el hueco de una escalera; siempre con luz artificial, pues la iluminación natural se limitaba a la de un ventanuco que daba a una corrala. Su escalera de Jacob hacía un destino incierto de emancipación y plenitud.
El memento mori radiofónico la estremeció. Es inapelable el poder de la muerte para situarnos ante la vida. Pensó en las batallas triviales de cada día en el trabajo y el runrún de sus compañeros perdidos en quejas y burocracias que a ella no le interesaban nada. Como, a pesar de todo, se sentía insegura o estúpida ante ciertas actitudes ignorantes que se complacían en la mediocridad. Ese día se puso su chaqueta de cuero y se llevó una canción en la garganta.
Cada cierto tiempo vuelve de un modo u otro a ese lugar. Han sido otros los que nos han ido dejando, piensa para sí, mitos universales, líricas más cercanas, estrellas efímeras del norte. Es muy difícil habitar ciertos entornos. Una debe armarse y recordarse cada día sus puntos cardinales, su radiografía emocional. El estoicismo laboral requiere de paciencia y visión. La metamorfosis de la necedad tiene aquí el tesón de una apisonadora.
Por fin pudo cerrar de un portazo la cancela de hierro pesado que era la entrada de ese instituto. Los perros guardianes volvieron a ladrar pero esa vez ya no le sacudió el mismo escalofrió por la espalda. Era libre, una ilusión, una victoria temporal quizás, pero libre de ese lugar para siempre. Se escribió como otras veces entre el índice y el pulgar las palabras memento mori con roting negro, y supo que pese a todo, y por muy mal que se pusieran las cosas, siempre le quedaría el eco de la última canción de Lou.
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