Sentado en la silla giratoria y rodante, con un banco de trabajo al frente, desarmaba y armaba las computadoras rotas que recogía del área de recepción. Las semanas y los meses se me iban sin saberlo. Me encantaba mi trabajo. Lo consideraba una manera de investigar y de resolver incógnitas. Cada una de ellas llevaba una rotura diferente, una manera peculiar de romperse. Y la imbricación de software y hardware les daba un toque de encanto e individualidad. Ellas eran como entes vivos que enfermaban y necesitaban ayuda.
Aquel ambiente estaba matizado por olores y ruidos únicos. El estaño derretido, el murmullo de un teclado presionado por los dedos, el chirrido peculiar de un impresor láser a medio vestir que sobre las mesa enseñaba sus entrañas de circuitos integrados, tintas y papel.
La jerga del reparador también contaba como ambientador del lugar.
—Está Motherboard es muy vieja—. Se escuchaba a veces.
—Tengo que formatear a bajo nivel este HDD—. Gritaba alguien como hablando consigo mismo.
Realmente era un lugar de trabajo cálido y contagioso.
Un día, de pronto, sin una causa lógica o razonable, me dan una noticia desafortunada.
—Te van a despedir—. La cara del colega tomó el aspecto de una máscara helada. La atmósfera del taller se me hizo gélida.
La mente se me escapó sin control al pasado. Llevaba más de veinte años en aquel sitio que evolucionaba junto a la revolución informática. Cuando llegué por vez primera recién graduado, me tocaron las mini-computadoras, aquellas amigas de tarjetas lógicas llenas de pastillas DTL, después de pastillas TTL, de discos duros enormes en tamaño y pequeños en capacidad de almacenamiento. Las bandas magnéticas con sus cintas rodantes y los carretes con su marcha a veces hacia adelante o hacia atrás. Los osciloscopios de mirar verde e intrigantes sinusoides.
La noticia fue como si me anunciaran la muerte.
— ¿De dónde has sacado eso?—. Pregunté, esperando que la risa llegara a su cara, y fuera una de las travesuras que nos hacíamos los unos a los otros.
—Se lo oí decir al director hace un momento. —Dijo.
Eran las cuatro y cincuenta minutos de la tarde, a las cinco concluía la jornada laboral. Como un autómata más recogí mi mesa. Las herramientas a su maletín, la lámpara con su lupa quedó apagada. Mi cabeza al contrario, era un hervidero de luces y de miedo.
En mi casa no dije nada. Mi esposa e hijos deberían estar libres de preocupaciones hasta saber la verdad. —No podía entenderlo— me repetía a cada segundo.
Siempre había sido buen trabajador, se me consideraba entre los mejores especialistas. Nunca me habían sancionado, no llegaba tarde.
Recordé que incluso que junto a otros técnicos, fui escogido para impartir clases de superación a los recién llegados.
No era el salario el que me movía, aunque era necesario. Amaba aquel lugar, arreglar todo tipo de equipos de computación me hacía feliz. Cuando no tenía máquinas rotas en la mesa, usaba el tiempo para leer y documentarme de los nuevos adelantos científicos, las maravillas del próximo microprocesador, las nuevas maneras de concebir los discos duros, de las tecnologías de las memorias RAM.
La noche fue larga, me dormía y rumiaba ideas y buscaba causas. Las leyes de la causalidad se mezclaban con el miedo a perder el estado de confort. Estaba irritado y nervioso. En la mañana —me dije—, iré a ver al director. Ésta tortura no se puede mantener más tiempo.
—!Buenos días Jaime!—. Y el director levantó su cabeza de los papeles que leía y giró algo la silla para verme de frente.
!Buenos días! —contestó—. Estaba a punto de mandarlo a buscar.
—Siéntese por favor —, y me dejé caer en el butacón rojo que estaba frente a su escritorio, mientras un escalofrío recorría mi espina dorsal.
—Mire Yánez —dijo de manera pausada, sabe que soy un hombre viejo, que llevo varios años al frente de tecnología, y he decidido jubilarme. Hace unos días —prosiguió—, en el consejo de dirección superior me pidieron un nombre para que ocupara mi lugar. Propuse que usted fuera mi sustituto, y sin objeción alguna, todos estuvieron de acuerdo.
—!Qué me dice amigo!
No podía salir del asombro. Le conté lo que me habían dicho la tarde anterior, de mis temores. La nueva noticia me dejaba también perplejo.
¿Podré hacerlo bien? —me dije para mí—. Y la respuesta en alta voz fue un sí rotundo.
—Yánez, usted fue víctima de una teoría de la conspiración —. Y una risotada bien sonada se le escapó. Me sumé a las risas.
Quince años después, cuando me retiraba de la vida laboral y la silla del director la ocuparía otro especialista, el elegido escuchó la historia. De nuevo las risas inundaron el recinto. Y Jaime, el viejo director que ya no estaba en este mundo, supongo, sonrío también.
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