Francisco, desde el hospital, jura que sus intenciones no eran malas, que volvió del trabajo a la hora que solía hacerlo, limpió sus pies en la estera, entró como siempre a su casa, cerró la puerta sin golpearla, dejó su maletín y su abrigo y se dirigió a la cocina.

Jura por lo que más ama en este mundo que solo quería saber si tenía tiempo para bañarse antes de cenar y que por eso le preguntó a su mujer si la cena estaba lista. Inmediatamente, notando a su niña sentada en la mesa se dirigió hacia ella para darle un beso, pero no tuvo el tiempo de hacerlo, porque sintió de golpe la cuchara de madera que sobrevoló rozando su cuero cabelludo y terminó contra el vidrio de la alacena provocando un gran estruendo.

Desesperado por comprender lo que sucedía, lo embistieron los gritos de María que empezaron a responder a sus dudas, llenando de rencor el espacio que antes se había inundado del perfume de los vegetales y las especias.

Ella comenzó a hacer una lista infinita de tareas que había desenvuelto desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche sin parar; donde parecían bailar un tango triste, las seis horas como cajera del supermercado, la fila interminable fuera del Banco y el esfuerzo de los brazos llevando las botellas de agua por las escaleras. Más tarde danzaban sus uñas partidas mientras quitaba manchas en la ropa que usaba su hijo para jugar al fútbol con las largas horas de espera en el teléfono para conseguir un turno que le permita hacer una radiografía. No faltaron a la cita las compras en la carnicería, la limpieza, la plancha, la lavadora, llevar a los chicos a natación y esgrima y hasta ocuparse del gato….

La derrota de una vida llena de luchas infructuosas y sueños dejados morir de soledad, excavó el alma transparente de esta muchacha llena de ilusiones, que se hizo esposa y madre con tanta prisa y tan poca reflexión, que parecía que el camino lo tuviese ya escrito en el navegador de su vida y ella solo hubiese podido seguir las instrucciones de esa voz que la guiaba a ir hacia adelante, recorriendo siempre la misma ruta hasta el final.

María gritaba que la comida no estaba lista, que no hay nada listo en esta vida, que solo la muerte está siempre lista, que te espera para quitarte el delantal y llevarte a un lugar donde es posible descansar, al Paraiso de las amas de casa, donde por fin se puede dejar de ser niñera, cocinera, limpiadora y puta sin sueldo y ser feliz de una vez por todas.

Esa tarde en la radio había escuchado la canción en la que Joaquín Sabina afirma que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás existió». Esas palabras le hicieron revivir los años en que cursó la carrera de medicina; interrumpida con cada hijo que llegaba y al final abandonada. Ese trabajo que soñó en mil noches de estudio, quedándose dormida sobre los libros y renunciando a bailes y vacaciones en su juventud; todos los sueños abandonados para ocuparse de la familia.

Aquella noche los gritos dejaron inmóvil a Francisco y sus hijos. María los vio frente a su rostro, con los ojos llenos de ansiedad y pena, donde hubiera querido ver amor y gratitud. Se sintió tan vacía, incomprendida y estúpida que la idea del Paraiso le pareció maravillosa y quiso alcanzarlo y en un arrebato corrió al balcón y decidió volar.

Desde el hospital, mirando la puerta del quirófano con un hilo de esperanza, él niega haber actuado con mala intención, pero afirma que ella decidió sacrificarse por la familia y que él no la obligó.

Pocos días después, en medio de una agenda donde María tomaba nota de recetas y fechas de vencimiento para pagar las facturas; Francisco encontró una carta dirigida a él, donde se lee un dolor que ella no supo expresar de otro modo.

María declaraba que un hombre que ama verdaderamente no permite que todos los sacrificios sean de la esposa, que no se casa con su trabajo abandonando y pisoteando todo lo que lo rodea. Ella dejaba escrito que Francisco la había dejado sola para correr detrás de una promoción, un cargo más importante, una carta de felicitaciones, una palmadita en la espalda, o un aumento de sueldo. Decía que los reconocimientos en su puesto de trabajo eran toda su vida y ella y sus hijos fueron desapareciendo de sus prioridades, fueron transformándose en adornos sobre los muebles que de tanto verlos ya das por descontado que estén siempre allí, como daba por seguro que hallaría siempre la cama hecha y la comida lista; pero el trabajo no debe ser todo en tu vida, no se deben perder las prioridades, no se deben pisotear los afectos.

Yo soy vecina de la familia y en medio de la desgracia tuve la suerte de conseguir trabajo, ahora soy quien se ocupa de la casa y los chicos. Nunca quise estudiar y este trabajo me hace muy feliz porque logro pagar el alquiler y hacer las compras. Cuando vuelven el señor del trabajo y la señora de la facultad, yo les digo que está todo listo y me voy satisfecha a mi casa.

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