Se oyeron dos golpes secos en la puerta antes de que una mano firme girase el picaporte. Eran las doce veinticinco del jueves 13 de octubre, y Torres llevaba toda la mañana esperando. Cuando la puerta se abrió, unos ojos de pez le miraron con gesto incómodo.
—Oye Torres, el inspector jefe García quiere verte —dijo el agente Gutierrez arrastrando las palabras— En el archivo.
—Ya veo —respondió Torres—. Voy.
Torres cogió la carpeta con el informe de la muerte de Lin Yang que llevaba tres horas esperando sobre la mesa, y salió de la oficina. Había hecho los deberes. Salvo por algún pequeño detalle, los hechos que constaban en el informe se parecían lo suficiente a lo habitual como para ser ciertos.
La víctima era Lin Yang, nacionalidad china, 30 años, soltera. Nacida en Nankín, antigua capital del imperio, había venido a España con un visado especial de estudiante para hacer un curso de postgrado en la Complutense. Era Historiadora del Arte y quería especializarse en arte español. Al finalizar sus estudios hizo prácticas en la casa de Durán Arte y Subastas. Un año después obtuvo legalmente un permiso de trabajo y desde entonces vivía en el número 110 de la calle Nicolás Usera. Tenía un hermano que regentaba una tienda de alimentación en el mismo barrio y que llegó a España un par de años antes para reproducirse sin limitaciones legales. Gracias a los generosos subsidios del estado español, Lin Yang era ya tía de dos churrumbeles de nacionalidad española y ojos rasgados.
Según habían declarado Torres y Maroto, estaban dando un paseo por el Parque de Pradolongo tras una copiosa cena en el Royal Cantonés cuando presenciaron el accidente. Había aportado copia de la factura que tan amablemente le había firmado el dueño del restaurante, el señor Wu Lee. Y eso era todo. Torres llevaba lo suficiente en el cuerpo como para saber que las muertes accidentales de chinos no se investigan. Pero una cosa era un informe, y otra una charla con el inspector García… en el archivo. Por lo visto, no tenía intención de ponérselo fácil.
Torres cruzó el pasillo y bajó por las escaleras de servicio hasta la planta baja de la jefatura. Saludó al agente de guardia y continuó bajando hasta el sótano. Si hubiese tenido que bajar hasta el infierno seguramente sudaría menos.
—Adelante —tronó una voz ronca cuando llamó a la puerta metálica.
Julián García tenía sesenta años y llevaba dos queriendo jubilarse. Era un tipo bigotudo de esos delgados pero con tripón de embarazada. Sus extremidades esqueléticas desafiaban las reglas universales de reparto equitativo de grasa por volumen humano. Conocía a Torres desde niño, cuando su padre era proveedor de cacharros informáticos para el cuerpo y los pedidos los firmaba García. Su hijo Roberto y el hermano menor de Torres habían sido uña y carne hasta la universidad, cuando García le mandó de Erasmus a Londres para que espabilase.
—El informe, inspector jefe —dijo Torres, extendiéndole la carpeta.
García cogió la carpeta y se sentó en la mesa del archivo. Hizo un gesto con la cabeza a Torres para que se sentase también, y el inspector obedeció.
—Así que estabas de paseo con Maroto cuando pasó todo —dijo el inspector jefe, cambiando el tono de voz.
—Sí, señor.
—Claro, y yo me lo creo. Tu colega no es el único que sabe lo que se cuece en el Royal Cantonés, ¿sabes?
—Sí, señor.
—Y ahora cuéntame qué coño hacíais allí ese liante y tú.
Torres ni se lo pensó.
—Estaba investigando por mi cuenta la muerte de Leo Hoang.
—¿Leo Hoang?
—El chino del contenedor.
—¿Y eso por qué?
—Conozco a su abuelo, el señor Zhang, el de la tetería… y tengo una corazonada.
—Joder Diego. Tú y tus corazonadas de los cojones. ¿Se te ha olvidado ya lo de hace un año?
—No, señor.
—Mira Diego, le pedí al subteniente que te enviase a levantar el cadáver del contenedor para ir arreglando las cosas. Pero las cosas de palacio van despacio, ya lo sabes.
—Lo sé señor, se lo agradezco.
—No me lo agradezcas y hazte un favor a ti mismo. Ese caso está cerrado, muerte por sobredosis. Fin. Archivado, allí mismo, en esa estantería —dijo García, señalando la oscuridad.
—Sí, señor.
—Pues eso. Por cierto, Gutierrez me contó que estaba de guardia el gilipollas de Colau. También es puta casualidad. ¿Se puso chulo?
—No, señor. Sin problema.
García cerró la carpeta y le miró fijamente.
—Bien, hemos terminado inspector —dijo recuperando su voz ronca—. Gracias por el informe.
—A sus órdenes.
Torres se levantó, saludó y se dirigió a la puerta del archivo.
—Diego —llamó García—, este caso no es como el de tu hermano. Déjalo estar, hijo.
—Sí, señor. No se preocupe —respondió el inspector con una sonrisa.
No ha ido mal, pensó Torres mientras cerraba la puerta de su oficina. Se dirigió al perchero y palpó los bolsillos de la chupa. Sacó la cajetilla de tabaco y se dirigió a la ventana. Levantó las persianas grises, abrió la chirriante contraventana encallada, y encendió un cigarro.
Estaba prohibido fumar dentro de la jefatura. Torres reclinó la espalda sobre la pared, aspiró el primer chute de nicotina y exhaló con lentitud a través de la escasa rendija. El humo gris se elevó antes de perderse rápidamente entre jirones de aire contaminado. Era hora punta. Madrid bullía a sus pies y los decibelios que registraba el medidor de medio ambiente de la calle Ferraz no debían marcar una cifra muy diferente a la de sus neuronas.
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