«Siempre había querido regresar a la isla, verla de nuevo. Sin embargo, nunca hasta ahora se le había presentado la ocasión de hacerlo. Esta vez, no obstante, habiendo escapado del monótono horario que regía su vida y con todos los pormenores a su favor, había subido hasta la costa de Nueva Inglaterra para comprobar por sí mismo, si la magia del lugar persistía. El “Mercedes” descapotable había merecido algún que otro frío comentario de la media docena de ariscos isleños que viajaban en el transbordador, pues no eran muchos los coches nuevos que pasaban a la isla. En su mayoría los coches que iban a Packett Island se hallaban en los últimos días de su existencia y, por esta razón, poco importaba el viaje de regreso al continente. “Los coches vienen a esta asquerosa isla para morir”. Oscy había dicho eso. Oscy, el gran filósofo. Y continuaba siendo tan verdad en 1970 como lo fuera en 1942.
Escudriñó el rostro de los que viajaban con él. El viento azotaba sus mejillas. Era obvio que ninguno de ellos lo recordaba.»
Así comienza esta novela, Verano del 42, de Herman Raucher, y al leer este comienzo me introduje en la historia traspasando el papel, subí hasta la costa y viajé en el transbordador. Hasta sentía el viento en la cara. Me impregnó la magia y necesité saber por qué se había ido y qué fue lo que le hizo regresar, al protagonista.
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