"Flor del desierto", de Waris Dirie

"Flor del desierto", de Waris Dirie

«Un ligero ruido me despertó y, cuando abrí los ojos, me encontré mirando directamente a los ojos de un león. Despierta, hechizada, abrí mucho los ojos, mucho, mucho, como para poder contener al animal que tenía delante de mí. Traté de ponerme en pie, pero llevaba varios días sin comer y mis débiles piernas temblaron y se doblaron. Me desmoroné contra el árbol bajo el cual había estado descansando, protegida del sol del desierto africano, que se vuelve implacable al mediodía. En silencio, incliné la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y sentí la dura corteza del árbol al presionar contra mi cráneo. El león se hallaba tan cerca que percibía su olor almizclado en el aire caliente. Invoqué a Alá.

—Éste es mi fin, Dios mío. Por favor, llévame ahora.

Mi largo recorrido por el desierto tocaba a su fin. No tenía con qué protegerme, no tenía armas ni energía para correr. Sabía que incluso en el mejor de los casos no conseguiría subirme a un árbol antes que el león, porque, como todos los felinos, es un excelente trepador y sus fuertes garras le ayudan a ser más rápido de lo que puedo ser yo. Apenas me hubiese levantado a medias, zas, un zarpazo y habría desaparecido. Sin miedo, volví a abrir los ojos y le dije al león:

—Vamos, ven a por mí. Estoy preparada.

Era un hermoso macho de melena dorada y larga cola que agitaba de un lado a otro para espantar las’ moscas. Era joven y saludable: tendría unos cinco o seis años. Sabía que podría aplastarme con facilidad; era el rey. Toda la vida había visto patas como las suyas derribar ñúes y cebras que pesaban cientos de kilos más que yo.

El león me miró fijamente y entrecerró poco a poco aquellos ojos suyos del color de la miel. Mis ojos castaño oscuro sostuvieron su mirada, se trabaron con los suyos. Apartó la vista.

—Venga, cógeme ahora.

Me echó otra ojeada y de nuevo desvió la vista. Se relamió y se tumbó. Luego se levantó y anduvo de arriba abajo, delante de mí, sensual, elegante. Por fin, giró sobre sí mismo y se alejó; sin duda había decidido que con tan poca carne sobre los huesos no merecía la pena engullirme. Atravesó el desierto con paso majestuoso hasta que su pelaje pardo se confundió con la arena.

Cuando me di cuenta de que no iba a matarme, no suspiré de alivio, pues no había sentido miedo. Estaba preparada para morir. Era obvio que Dios, que había sido siempre mi mejor amigo, tenía otra cosa planeada para mí, algún motivo para mantenerme viva.

—¿Qué es? —le pregunté—. Llévame…, guíame. —Y con gran esfuerzo me puse en pie.»

La escena es impresionante. Una niña frente a un león. Sin embargo, lo que hace este principio tan bueno no es solo la escena en sí, sino lo que ella nos muestra. La niña está sola, a merced de la bestia, es el animal el que decide si se salva, ella no puede hacer nada y nadie acude a ayudarla. Esto es un buen resumen de la vida de Waris. Mira al león a la cara, igual que ha mirado el horror, sin miedo, pero no por valentía ni por confianza, sino porque sabe que su destino no está en sus manos. Pero no por ello se resigna. Al contrario, cuando el león se va, se pone en pie y sigue avanzando. Olvida al león igual que deja atrás su mundo, sin saber qué le deparará la vida, pero con la certeza de que esta continúa.

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