Sólo una cosa y nada más había querido toda su vida: escribir.
Por evitar la mirada de rabia y desprecio había dejado de afeitarse.
Harto ya de ser un cobarde, se anotó en el taller.
Desde la puerta vio al profesor e intuyó al resto. Calculó los pasos hasta la silla vacía y respiró profundo. Sintió el golpe helado y el ardor inmenso, pero llegó a donde quería.
Su mano aún aferraba el cuchillo. Bajo su cuerpo por fin sus historias se escribían –a fuerza de sangre- sobre el gastado cuaderno.
OPINIONES Y COMENTARIOS