Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el futuro escritor había de recordar aquella tarde remota en que su profesor lo llevó a conocer Macondo. Su estilo era entonces una monstruosa criatura a base de tebeos y de clásicos consumidos con tubo y embudo, pero aprendió a desear ser Melquíades, el mercader de imanes. Los fusiles estaban cargados con letales críticas a su microrrelato circular sobre los talleres de escritura, y las balas portaban comentarios que abortarían su carrera.
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