Cada uno traía asida a su espalda una fila de otros tantos. Cada uno en la boca contenidos un centenar de disparates dispares. El aula estaba siendo ocupada por multitud de voces de este y otros tiempos. El profesor cerró la puerta. Todos dentro, sentados y expectantes, con los fusiles cargados nos mirábamos con recelo, por encima del hombro, haciendo cálculos de creatividad contenida en las pupilas ajenas. Habló el primero y se escuchó el primer disparo. Uno a uno fuimos cayendo.
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