Solía acechar a las personas que transitaban la calle mayor, en las oscuras noches que era sobrecogido por un feroz apetito. Apetito que me hacía el más salvaje de los animales. Mis presas predilectas eran las jóvenes mujeres, que transitaban esta angosta calle. Mi hambre era calmada cuando estás acarician mi espalda, y algunas de ellas me ofrecían unas cuantas sardinas. Pero todos, sin excepción, se referían a mí cuando me atisbaban en la calle mayor (y en todas) como «gato».

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