Capítulo 1: Lo que encandila.
Una tenue llovizna cae desde un cielo plomizo bañando la pradera, mientras el viento acaricia los árboles portando en su soplo los lamentos de las tribus del norte. Un asustadizo legionario llama la atención de su emperador, balbuceando y señalando con dedos ansiosos en dirección hacia varias fogatas que se replican hasta perderse en el horizonte. El desasosiego se instala en el corazón de Adriano: si bien la muralla resulta efectiva ante las escaramuzas de los imprevisibles Pictos, sabe que es cuestión de tiempo para que los embates enemigos se profundicen. Al otro lado de la muralla están los bárbaros paganos, los Druidas y toda su parafernalia mágica. Agazapados en algún punto del bosque, esperan el momento exacto para dar una estocada mortal, transmutando pesados ladrillos en terrones de azúcar que caerán uno tras otro, tras otro, tras otro…
Cuando Sapo se sentó a la mesa y arrebató con sus manos rollizas tres terrones de azúcar de un semicírculo que había dispuesto frente a mí, abrió una brecha en la muralla. Expuesta e indefensa, una pequeña cuchara de plástico, acaso depositaria de mi humanidad y tribulaciones, aguardaba por lo peor. Sapo dio un bocado a una medialuna de dudoso aspecto y, con gesto despreocupado, tomó el desprevenido utensilio sumergiéndolo en su café —tal vez no haya murallas inexpugnables—pienso.
—Qué cara de velorio, pibe. ¿Te pasa algo?
Me acomodo en la silla, bostezo dando una última mirada al reino perdido. ¡Salve, cuchara plástica!
— ¿Dormiste bien, o anduviste de joda?—me pregunta, y de un sorbo bestial se vacía media taza.
—No, no dormí bien.
— ¿Otra vez la parejita de la habitación de al lado? —la cara de Sapo se ilumina con la inocencia de un niño que está a punto de escuchar un cuento verde, tapando su sonrisa con una mano y dando pequeños golpes contra la mesa.
—Un poco de eso, si, pero no es lo que pensás. Esos dos no pararon de discutir a los gritos en toda la noche. Y también me desvele por laburo.
— ¿Qué trabajo conseguiste?
—Un guion sobre relaciones familiares, es para hacer un cómic para lectores infantiles.
— ¿Relaciones familiares? ¡Facilísimo, hacélo!
—Voy a tratar, veremos que sale. No es un tema que me apasione — cierro mi pequeño cuaderno de apuntes.
—Es laburo. Pan para hoy, mañana vemos.
— ¿Sabés? En lo poco que pude dormir, soñé con mi viejo—Sapo se inclina sobre la mesa disponiendo toda su atención a mis palabras—un sueño de mierda. Iba manejando por una ruta de noche. A lo lejos, veo la silueta de un árbol grande. Mientras me voy acercando, comienzo a distinguir algo que cuelga de una rama, moviéndose lentamente de lado a lado. Cuando estoy a pocos metros, me doy cuenta que lo que cuelga es un cuerpo. Es mi viejo.
— ¡A la pelota! —grita Sapo, aprovechando la pausa para tomar otro terrón de azúcar.
—Entonces veo un camión, que se sale del carril y acelera a toda marcha en contramano. Mi viejo abre los ojos y empieza a gesticular tratando de decirme algo, pero las luces del camión me encandilan y no lo veo más. Después me desperté, creo que choqué porque desperté en el suelo.
Sapo se rasca la barbilla, con ese aire de quien analiza datos fríos y sabe exactamente que responder.
—Tu viejo era un buen tipo, Isidro.
—Mi vieja no decía lo mismo. Me hubiera gustado conocerlo más.
—Igual, creo que es tema para un psicólogo. El árbol puede ser tu homosexualidad latente, andá a saber. Sapo hace gala de su pericia para descomprimir situaciones incomodas. La manga de su desgastado gamulan, improvisada servilleta, queda impregnada de restos de migajas y café. Me pregunto cómo hace para subsistir una persona como el, un buscavidas sin trabajo ni hogar fijo. Hoy vende bolígrafos y vive en un hotel, mañana vende caramelos en el tren y duerme en un banco de plaza. Pasado, con algo de suerte, quizás gane la lotería y salga de viaje. Sin embargo, se lo ve tan despreocupado y vital que da envidia. Tal es el atractivo de lo imprevisible.
—Mirá, pibe, a mí no me gusta vivir a las corridas, ¿entendés? Y trabajar es vivir a las corridas para saciar la sed de otro, ni siquiera la sed propia —me mira fijo a los ojos. ¿Acaso me leyó los pensamientos? Un druida de gamulan, perdido en un café de Buenos Aires.
—Mirá a ese tipo, por ejemplo, el que está cruzando la calle ¿lo ves?
A través de los polvorientos ventanales del café, donde aún quedan pegadas publicidades de extintas gaseosas y promociones de mundiales de fútbol perdidos, se puede observar el paisaje urbano. Un anciano avanza con paso cansino, como si el asfalto estuviera deteniendo su andar; el asfalto, un organismo artificial alimentándose de la poca humanidad que queda en su cuerpo deprimido. Sapo lo mira fijamente apuntando con la cuchara de plástico.
— ¿Lo ves? A ese tipo yo lo conozco. Es un miserable, se pasó la vida laburando, pagándole el colegio a su hijo y comprando electrodomésticos. De tanto trabajar se marchitó, perdió a su esposa, y el hijo que ahora es gerente en una multinacional ni siquiera lo viene a visitar. Perdió la chispa, ahora no es padre, ni marido y mucho menos persona. Es una sombra. —Sapo saca unas monedas de su abrigo y las tira sobre la mesa —Yo no leí ningún libro, el único que empecé a leer fue “Platero y yo” y se lo tiré al maestro por la cabeza. Pero sé que un hombre debe hacer lo que le venga en gana, debe ser libre y no andar corriendo tras las migas de un pan que se comen otros.
Asiento con la cabeza, mientras la imagen del sueño con mi padre me toma por asalto.
— ¿Quién era Duvalier, el gestor? ¿Lo conociste?
—No, che, no me suena de nada. ¿Duvalier?
—Mi viejo lo mencionó en varias oportunidades, supuestamente frecuentaba este café.
—Ni idea ¿Te vas a llevar esos terrones de azúcar?
—No —Sapo agarra los restos de la improvisada trinchera, se los mete en el bolsillo y se levanta.
—Lo mejor que hiciste es haber dejado ese laburo en la oficina, Isidro. Así que aprovecha a escribir todo lo que te encarguen, no sea cosa que pase como dice Eusebio, que las novelas del futuro la van a escribir unos robots. ¿Te imaginas esa locura, unos bichos metálicos intentando igualar el abismo interior de un escritor, o de una persona cualquiera? Solo podrían escribir sobre aceites industriales o sistemas de poleas, ¡que no me cuenten otra cosa!
—Eusebio está loco, ve robots y conspiraciones en todos lados.
Sapo se queda mirando hacia la puerta con las manos en el interior de su abrigo.
—Sí, pero no está tan loco, se equivoca demasiado. ¡Hasta mañana!
Salgo a la calle. Mientras enciendo un cigarrillo, observo la fachada del café Bonanza y caigo en la cuenta de que parece salido de una película de horror de la Hammer. De aspecto lúgubre, con paredes descascaradas que enuncian el implacable paso del tiempo y vidrios empañados de aire viciado. Se me ocurre que Christopher Lee podría haber actuado de mozo, y Oliver Reed podría haber sido un cocinero maniático allí dentro. “El almuerzo del horror” se podría llamar la película. Yo la habría visto.
Empiezo a caminar y lo hago por inercia, dando vueltas en mi cabeza a cómo escribir el guion, al significado del sueño, a entender por qué todo se complicó de imprevisto. La primavera comienza a dar las primeras caricias a una ciudad que se muestra reacia a recibirlas, y entonces es inevitable recordarte. Tiempo atrás, cuando los primeros calores comenzaban a envolver la ciudad, las librerías de la Avenida Corrientes eran un oasis artificial en medio de la parafernalia porteña. Entonces me hablabas de lecturas pasadas, y luego íbamos a un cine de mala muerte donde proyectaban películas en doble programa. Más tarde nos amábamos en un hotel, y el futuro era una utopía a conquistar. Eran otros tiempos, y ya no estás vos, aunque tu perfume imperecedero sigue impregnado en los lugares que recorrimos. Transitar estas calles, después de tanto tiempo, se me antoja masoquista. La primavera, la primavera y su polen, alergias y estornudos, ojos hinchados y comezón. “No seas una sombra, pibe”, diría Sapo.
Al asomar a la esquina de la pensión, lo veo al viejo Aquiles sentado en la puerta, leyendo los pronósticos del hipódromo. El viejo me observa llegar de reojo y comienza a luchar inútilmente contra su humanidad para ponerse de pie, tratando de escapar a mis inquietudes de buen inquilino.
—Buenas tardes, Aquiles. ¿Se acuerda que le pedí cambiar de habitación?
Aquiles sonríe despreocupado, mientras enrolla el periódico para matar una abeja que sobrevuela por encima de su gorra marrón.
—Sí, sí que me acuerdo, gaucho. Pero no hay nada, que se le va a hacer.
—Ubíqueme en otro lado, hágame el favor. No se puede dormir ahí — casi que suplico, como un penitente a su santo.
—Lo que pasa es que no hay lugar, esta todo ocupado.
— ¿Y si habla con la pareja, para que no hagan tanto ruido?
Tras ardua batalla, Aquiles logra incorporarse de la silla sosteniéndose sobre un bastón —Mire chango, mientras sigan pagando en término, yo no tengo de qué quejarme. Son buena gente, no sea pesado.
Me encierro en la habitación a escribir, el olor avinagrado del viejo se me hace intolerable. El mes que viene le pago a término vencido.
Fue no más encender la computadora y acomodar la silla, cuando tres golpes secos retumban en la puerta.
— ¿Qué pasa, Eusebio? ¿Y esa pinta?
Eusebio está vestido con un impecable traje azul y peinado con gomina. Incluso sus anteojos parecen relucir. Susurra entre dientes, inclinándose hacia mí.
—Déjame pasar y te explico.
Entramos. Eusebio cierra con llave y me mira agitado.
—Me estuvieron siguiendo.
— ¿Quiénes?
—Creo que son de algún organismo de gobierno, me preguntaron tres veces si sabía dónde paraba el cincuenta y tres. Saben que ando investigando.
— ¿Que estas investigando que cosa?
Se acerca a escasos centímetros de mi cara.
—El incidente del ovni en Floresta. ¡No digas nada! —Eusebio revisa debajo de la pequeña mesa y bajo la cama. Lo observo, y pienso si estará bien no sorprenderme ante conductas de esta naturaleza.
—Tu viejo lo vio. Estaba en la cancha de All Boys, en el noventa y tres. El Beto Pascutti clavo un golazo desde mitad de cancha, pero tu papá se lo perdió porque estaba viendo un plato volador que sobrevolaba la cancha.
Abro una lata de cerveza. Si voy a escuchar esta historia, mejor estar a tono.
—Qué raro. Nunca me contó nada de eso. Pero si me hablo del gol del Beto, decía que fue un golazo.
–Claro. Esas cosas no se cuentan, Isidro. Bueno, la cuestión es que el ovni se estrelló en medio de la ciudad y nadie se enteró de nada, salvo yo y unos cuantos más. Por eso me están siguiendo a ver en que ando, y me vestí así para despistar. Parezco un empleado bancario ¿no?
Termino la lata, la aprieto con todas mis fuerzas.
—Eusebio, eso fue hace veinticinco años. Escuchá, ¿me cambiarías tu habitación por un par de días? Tengo que escribir y…
—Imposible. Mi habitación está perfectamente aislada. En cambio esta es una trampa en potencia—Eusebio comienza a pasearse por los escasos metros cuadrados de la habitación, con las manos tras la espalda y examinando alrededor suyo con aires de ingeniero—por ejemplo, ¿notaste que tenes instaladas dos rejillas de ventilación en las paredes?
—Sí, claro. Las rejillas de ventilación son por seguridad, por si…
— ¡Claro, claro! ¡Por seguridad!—Se acomoda los lentes y me mira fijo, sin pestañear—Esas rejillas son de vigilancia. Te están escuchando y te están viendo. Tienen drones del tamaño de un grano de arroz que se meten por cualquier lado. Vos sos escritor, escuchas esa música punk, digamos que tienen motivos para querer vigilarte.
—Pero estas rejillas ya estaban cuando yo llegué, y antes vivía una vieja que ni salía a comprar.
—Por algo no saldría. En fin, más tarde regreso a cenar, prepará algo rico.
Me siento en la mesa y prendo la computadora. Me inquieta la idea de que haya drones del tamaño de un grano de arroz. Tengo que escribir este guion, estoy dando muchas vueltas. “Todas las mañanas mi padre ingresa al baño y, luego de afeitarse, se convierte en superhéroe”.
En la habitación de al lado comienzan las discusiones, entonces comprendo que no será este el momento en el cual me pueda disponer a la escritura. Borro el archivo, enciendo un cigarrillo y apago la computadora. ¿Cómo escribir sobre algo no resuelto?
Capítulo 2: A oscuras en un campo minado.
A este lugar, a esta habitación que huele a derrota, llegué lamiendo mis heridas. A este pequeño cuarto, a estas paredes que por las noches elevan hasta el cielorraso un coro de reproches, llegué cargando una mochila de incertidumbres. Al partir, mi ego quedó colgado en una repisa, y mi orgullo corrió a esconderse con la cola entre las patas. A este lugar llegué con el alma en coma, mirando al futuro con recelo.
Despierto sobresaltado por los gritos en el cuarto de al lado. Aún inmerso en el estado de desasosiego que sucede al espabilar, logro distinguir entre la maraña de voces reproches sobre dinero, amoríos extra matrimoniales y falta de energía eléctrica. No hay luz. Otro corte que me sorprende sin velas, linternas ni teléfono celular con batería cargada. La oscuridad es total, apenas se cuela un débil haz de luz por las fisuras en el marco de la puerta de madera. Estuve durmiendo todo el día y no conseguí escribir más que frases sueltas, y ahora el corte y los gritos y nuevamente tener que postergar una escritura que se enquista en mis emociones. No soporto esos gritos.
Tengo que salir. Puedo ir al Kabuki a ver si está Javier, los viernes a la noche siempre está en ese antro mohoso, con su cerveza y su compendio de anécdotas incomprobables. Podríamos subir al local que funciona en el primer piso a escuchar alguna banda, o simplemente podríamos beber y fumar hasta desfallecer. Cualquier plan era mejor alternativa a estar encerrado entre cuatro paredes, sin luz y con el fondo de una banda sonora compuesta por gritos. Reviso reiteradas veces mis bolsillos verificando que todo esté en su lugar: dinero, teléfono para cargar en algún lado, llaves. Meto la llave en la cerradura y noto que gira con dificultad. En ese segundo que antecede a un desenlace fatal, sin saber detenerme a tiempo, la giro con mayor gravedad, hasta que queda trabada. Me debato en una contienda contra la cerradura, la llave y mi prisa por salir, forcejeando y tironeando como si intentara extraer la espada de Galgano, hasta escuchar como se parte el bronce. Observo a través de la mirilla de la puerta, tratando de buscar la ayuda de alguien que transite por el patio descubierto de la pensión. La oscuridad es total, debe ser uno de esos apagones generales que hacen bullir el ánimo de los vecinos. Escucho un silbido, y una tenue luz rojiza comienza a quebrar las tinieblas del patio. Eusebio atraviesa el lugar, guareciendo con sus manos la llama de una vela. Me pego contra la puerta, dando golpes para llamar su atención.
— ¡Eusebio, Eusebio!
Eusebio detiene su marcha, casi que poniéndose en guardia para afrontar una contienda, tratando de aguzar su visión marchita en la penumbra
— ¿Quién anda ahí?
— ¡Acá Eusebio, me quedé encerrado!—le digo mientras golpeo con mayor insistencia.
Se acerca a paso rápido hasta mi puerta y le habla a la mirilla como si se tratara de un intercomunicador.
— ¿Quién sos?—pasa sus dedos por la puerta, acariciándola.
—Soy yo, Eusebio, ¿Quién va a ser?—le digo, y con cada segundo que pasa crece en mi la idea de que podría estar ante un personaje de John Toole encarnado.
— ¿Cómo sé que vos sos vos? No tengo pruebas, lo siento—Eusebio comienza a caminar hacia atrás, retirándose.
—Soy Isidro. Anoche comiste conmigo y me contaste lo del incidente…
— ¡Calláte, Isidro!—vuelve a acercarse, haciendo malabares para que no se apague la vela— ¡no hables del incidente! ¿Cómo te quedaste encerrado?
—Se rompió la llave adentro de la cerradura. Decíle al viejo Aquiles que llame a un cerrajero.
—El viejo está acá, ¿no lo ves?
Desplazo mi visión hacia la periferia de la mirilla. Parado junto al marco de la puerta, inspeccionando la situación con aire severo, se encuentra el viejo.
—Buenas noches, Aquiles. Se rompió la llave, ¿podría llamar al cerrajero?
El viejo toma el picaporte, lo sube y lo baja. Luego de evaluar la situación, se rasca la coronilla antes de dar su veredicto.
—Y si, chango. Está trabada.
—Sí, eso ya lo sé. ¿Por qué no llama al cerrajero, así me abre?
—Olvidate. A ese sinvergüenza no lo quiero por acá, y hasta que no vuelva la luz no puedo buscar el teléfono de otro. Quédese ahí, aproveche para descansar.
— ¡Pero tengo que salir, tengo cosas que hacer!—golpeo la puerta, demostrando mi inconformismo.
—Aquiles, ¿sabe lo que pasa? Isidro es claustrofóbico, como el padre—le dice Eusebio.
— ¡No soy claustrofóbico, y mi papá tenia vértigo! ¡Me quiero ir nada más!
Escucho que se abre la puerta de la habitación de al lado. La voz recia de un hombre resuena en el patio.
—Che, ¿Por qué tanto ruido? Es una pensión familiar esto, ¿eh?
Se vuelve a encerrar en su cuarto dando un portazo, y nuevamente se oyen los gritos suyos y de la mujer. El viejo se sonríe, señalando hacia la puerta vecina a la mía.
—Que ímpetu el hombre, ¿no? Isidro, quédese tranquilo que mañana lo arreglamos. Me voy a tomar unos mates yo…
— ¡Mañana nada, me tengo que ir ahora!
— ¿Vio? Le dije, ahora le da un ataque de claustrofobia—sentencia Eusebio.
— ¿Un ataque? No señor, acá en mi propiedad no la palma nadie. ¡Córrase!
Por la mirilla veo al viejo tomar carrera, agitando su bastón al aire, para luego abalanzarse sobre la abertura. Me corro instintivamente, y la humanidad de Aquiles impacta contra la puerta de madera partiéndola por la mitad. El viejo, estampado contra el piso, se incorpora con la agilidad de un adolescente y me encara.
— ¿Estas bien, Isidro? ¿Querés que busque a un médico?
—No, Aquiles, estoy bien. ¿Usted se lastimó?
—No, que me voy a lastimar. Que alegría que estés bien, ¿sabes la de vueltas que me habrían dado los del seguro si te morías acá?
—Pero si yo…
—Nada, nada. Mañana me arregla esa puerta, chango. Fue su culpa, yo no pongo un peso.
Mientras el viejo se sacude las astillas de madera y Eusebio se acerca a ayudarlo dando vivas a los cuatro vientos, una figura se aproxima al umbral de entrada recortada a la luz de la vela. En un claroscuro que haría enrojecer al propio Caravaggio, reconozco no sin cierta sorpresa un rostro familiar.
— ¿Estela?
—Lindo lugar. Veo que llevas bien puestos los genes de tu padre—dice, al tiempo que inspecciona con aire de desprecio los cuatro rincones de mi habitación.
— ¿Cómo me encontraste?
—Hablé con tu madre. Me puso al tanto de todos tus vaivenes. ¿No hay sitio donde sentarse acá?
Atento, Eusebio toma un banco y se lo alcanza a la mujer, mientras la cera de la vela se derrama sobre sus dedos.
—Acá tiene, señora. Disculpe a mi amigo, tuvo un ataque de claustrofobia y está atontado. Tome, le dejo una vela.
Aquiles y Eusebio salen de la habitación, ante la mirada inquisidora de Estela, que fija la vela sobre la caja de un compact disc —ese compact es de colección—pienso, con preocupación.
Acá estoy, sentado frente a alguien lejano, en penumbras, imprevistamente expuesto ante un hueco de mi infancia. Por un momento me siento como un niño temeroso de la oscuridad, temeroso ante esa puerta que se abre crujiendo en la noche, dejando el paso libre a monstruos innombrables.
—No estuviste en el entierro de mi papá—no puedo mirarla.
—No, no estuve. No quería complicar las cosas, ustedes no me hubieran querido ahí. Preferí irme de viaje y pensar las cosas.
—Ni siquiera llamaste, y yo sabía que te habías enterado de su muerte. ¿Cómo alguien puede ser tan insensible ante la pérdida de un hijo?
Estela enciende un cigarrillo, y la brasa que se aviva con su inhalación alumbra una verruga cercana a su boca. Cuando era niño, mi construcción mental anclada en la lectura de cuentos y fábulas, me indicaba que si tenía una verruga era una bruja. Y así lo creí durante mucho tiempo. No tuve un trato cercano, no era una abuela que me llevara a pasear, que me cuidara si estaba enfermo o me malcriara con amor. Mi padre hablaba de ella con desdén, pero si yo hablaba en los mismos términos, se enojaba y me reprendía.
—Tu papá no era mi hijo, Isidro. Y vos no sos mi nieto. Sé que es duro y que él no te lo dijo nunca, pero creo que ya es momento de que lo sepas.
Llueve. Afuera llueve y las gotas que se estrellan en el patio se abren una brecha a través de la puerta rota, salpicando su humedad hasta mi cara.
—Tu papá era hijo de una fulana que trabajaba en la casa de una prima mía. Como la bruta no lo podía cuidar, mi prima creyó que era de buena cristiana hacerse cargo del niño—Estela sacude su cigarrillo al aire, sigo su roja trayectoria y entonces me asalta la sensación de haber entrado en un bucle temporal, donde quedaré preso de este instante para siempre—pero como resultó que mi prima era más bruta que la bruta, alguien tuvo que cuidarlo. Y yo me había encariñado con el mocoso, cosas que pasan.
— ¿Para qué viniste, Estela? Hace años que no te veo, y ahora llegas contando historias. ¿A qué viniste?
Estela apaga el cigarrillo contra la tapa del compact que sostiene la vela. Definitivamente, ya no es más coleccionable.
—Le di lo mejor a tu padre, pero la ingratitud la llevaba en la sangre. Tu papá se murió debiéndome dinero, y tu santa madre no se quiere hacer cargo de la deuda. Te toca saldarlo, Isidro.
— ¿Sabés? Pensé que por una vez en tu vida venías a verme preocupada por mí, pero como siempre lo único que tengo de tu parte es desprecio. ¿Cuánto dinero te quedó debiendo?
—Treinta mil—dice, mientras se para acercándose a la puerta— y no seas melodramático, no sos alguien por quien tenga que preocuparme. No me responsabilices por las cosas que te fueron ocultadas. Te veo pronto. En unos meses, digamos, espero que puedas solucionar el tema de la deuda.
La sangre se revuelve en mi interior. Salgo a la calle. Eusebio y Aquiles están parados en la puerta de la pensión, haciendo una fogata en un barril metálico.
— ¡Isidro! ¿Adónde vas? —pregunta Aquiles.
—No sé, Voy a salir. Mañana hablamos.
—“Ese soy yo que al acaso cruzo el mundo sin pensar, de dónde vengo ni adónde mis pasos me llevarán”—dice Eusebio, declamando sentidamente con su mano contra el pecho.
— ¿Qué cosa?—pregunta el viejo.
—Es Bécquer, Aquiles. Si me lo cuida le presto el libro.
—Que libro ni libro, traéme el diario de los caballos, a ver si me salvo y mando a derribar esta pensión de mierda.
Recorro bajo la llovizna las calles del barrio, un barrio gris que resplandece con el fulgor de improvisadas fogatas hechas por los vecinos en las esquinas. Con un redoblante colgado, Sapo arenga a un grupo de vecinos para que canten.
— ¡Isidro! Vení, ayúdame a hacer ruido que ahora van a venir los de la televisión. ¡Doce barrios sin luz hay, de no creer! ¡Canten, muchachos!
—Disculpame, Sapo. Tengo que buscar a un amigo y no estoy de humor. Hablamos después—le prendo un cigarrillo que pende de sus labios y me alejo.
—Las cosas no suceden por casualidad, Isidro—grita Sapo, para luego seguir dirigiendo su improvisada orquesta con tintes futbolísticos — ¡canten, che! ¡Si no vuelve la luz, ay que quilombo se va a armar, si no vuelve la luz…!
El Kabuki está repleto de parroquianos, humo y ruido. Javier se encuentra sentado en una mesa al lado de la ventana, junto a una chica de rasgos orientales.
—Cuando entré en el santuario de Nara, los ciervos hicieron un círculo alrededor mío. Un monje que pasaba por el lugar me dijo que eso significa que tengo un alma pura y elevada—cuenta Javier.
— ¡Que experiencia! Debe ser emocionante que los animales te reconozcan como un alma elevada. La verdad es que emanas buenas vibraciones—le contesta la chica.
—Sí, bueno, hago lo que puedo para mantenerme espiritual. En mi casa tengo fotos de los ciervos reverenciándome, te puedo mostrar.
— ¡Si, por favor! ¡Muero por ir a Nara!
La chica se levanta para pedir una cerveza. Javier me mira y no puede contener la risa.
— ¿Nara, ciervos, santuarios? ¿Cuándo estuviste en Japón que no me enteré?—le pregunto
—No estuve nunca, che, son cosas que leí nada más. La ventaja es que ella tampoco estuvo, pero sueña con ir. ¿Y vos, en que andas?
—En lo de siempre, viendo que pasa. Ahora estoy con guion.
— ¡Bien! ¿Y de qué va, zombies o algo así?
—Bueno, no. Es sobre la relación de un padre con su hijo. ¿Te acordás de esa película de Szabo, “Padre”? La que vimos en tu casa el día que amaneciste durmiendo en el ascensor. Algo así quiero hacer con el guion.
Javier se acerca, confidente.
—Mirá, Isidro. Me parece perfecto lo del guion, lo de Szabo y lo de todos los directores húngaros que quieras. Pero tenés que empezar a levantar cabeza de una vez, ¿sí? Lo que pasó con Mariana ya fue, hay que seguir adelante, no podes vivir condenándote para siempre. Volvé a salir, seguí escribiendo, agarrá de nuevo la guitarra. Hace lo que quieras, pero salí de ese estado de mierda que llevás. Cuando esté listo el cómic regalame uno, che.
—Sí, tenés razón—le digo, mientras me pierdo en el fondo del vaso de cerveza.
La chica de rasgos orientales vuelve, anunciando que está por comenzar el recital en la planta alta.
— ¿Venís? Tocan “Los ateos de dios”, va a estar bueno—me invita Javier.
—Me tomo una más y me voy a casa a escribir—le contesto.
—Está bien. En la semana nos vemos, tengo que contarte algo que te va a interesar. Cuidate.
Trato de poner en perspectiva los acontecimientos de la noche. Necesito enfocarme para entregar el guion, pagarle a la vieja y cerrar este episodio.
Llego a la pensión. Los restos de la puerta oscilan abriéndose y cerrándose. Me tiro en la cama y me gana el sueño. En una pradera soleada, Robert Anton Wilson me señala un lago —Allá, debajo del agua, hay un tesoro— dice —pero está custodiado por un monstruo de otra dimensión.
Me saco las zapatillas y las medias. A punta de lanza, me dirijo hacia el lago.
— ¿Tiene algún punto débil el bicho?—le pregunto a Robert.
—La realidad depende de cómo la quieras construir. El punto débil depende de cómo lo quieras destruir—me contesta riendo, mientras se acerca y me mea los pies.
Un trueno me despierta. Afuera sigue lloviendo, y la lluvia salpica mis pies desnudos.
SINOPSIS:
Isidro es un hombre cercano a los cuarenta años. Divorciado de su mujer y afectado por la situación, vive en la habitación de un inquilinato de Buenos Aires. Con algunos trabajos como guionista sobre su espalda, renuncia a su empleo de administrativo para dedicarse a escribir. Su contacto editorial en Madrid le encarga la realización de un guion acerca de las relaciones familiares, sugiriéndole que se enfoque en la relación padre e hijo. Isidro rememora con un sabor amargo la relación con su padre, fallecido poco tiempo atrás, del cual sospecha que nunca se mostró como era en realidad. Sapo y Eusebio, dos buscavidas amigos de su padre, le relatan historias sobre él y le recuerdan que era un buen hombre. Isidro comienza a obsesionarse con la anécdota que su padre le narrara acerca de cómo fue estafado en el café Bonanza por un supuesto gestor de jubilaciones. Con los tiempos ajustados para hacer la entrega del guion, sufre un dolor en el codo que le impide escribir. Isidro considera al dolor como una afección psicológica ante su imposibilidad de conciliar la imagen de su padre, y cree que la única forma de subsanarlo es encontrando al gestor para clarificar el pasado. Isidro empieza a darse cuenta de las relaciones que su padre mantenía con prostitutas, traficantes y ladrones de poca monta, armando un rompecabezas de su propia identidad, donde la fachada moral de una familia de clase media se desmorona contra el suelo.
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