Uno. Se acabó la fiesta

Hacía mucho calor. La casa estaba en una carretera de costa, colgada al mar. Recorrimos un camino de palmeras y tierra en coche y aparcamos detrás de una verja. Había un coche viejo debajo de una parra, parecía que nadie lo había tocado en mucho tiempo. Bajé toda despeinada por el viento de tantas horas. Antes de salir decidimos quitarle la capota al jeep. Tú me miraste, te acercaste y metiste los dedos entre mis enredos. Picamos al timbre y nada. Tú mirabas las plantas, las vistas. Yo esperaba. Volví a picar y un señor con una muleta vino hacia nosotros. Mirada franca, sonrisa abierta, un señor de los que comen con las manos y miran de reojo, observándolo todo. Nos abrió la verja con la muleta, como si llevara demasiado tiempo sirviéndose de ella. Tú cogiste las bolsas y de un pellizco me hiciste andar. Sabías que el misterio que rondaba a ese señor me dejaba parada, quieta. Lo seguimos a través de un frondoso jardín que me hizo pensar en Grandes esperanzas o en una fiesta del Gran Gatsby, a saber. Tenía dejes de haber celebrado grandes acontecimientos, de haber servido comidas abundantes, de haber alojado risas, alegría y buen humor de tanta gente. Ahora, sin embargo, estaba triste, pero era esa tristeza que tienen los lugares donde una vez ocurrió la magia. Una tristeza que sigue atrapando, envuelta de misterio, envuelta de preguntas. Yo ya tenía la mía. ¿Qué pasó?

El señor de la muleta se había sentado en una mesita al fondo del jardín, ya a la entrada de la casa. Un perro le custodiaba los pies. Parecía que pasaba muchas horas ahí sentado. Fumaba pipa y rallaba un cuaderno viejo, usado, sucio. Qué puta es la vejez, la de las personas, y también la de los lugares. Pensé en mi madre, en su incipiente no recuerdo, en nuestra casa de verano, en las fiestas ya apagadas. Pensé en mí, en mi partición, en que un día dejé la fiesta. Ahora los ratos de diversión eran menos y más cortos. Eso es lo que más echo de menos de aquellos veranos.

Me pellizcaste otra vez y ahora sí que me volví y te lo devolví, tanto pellizco me acaba hartando. El señor de la muleta ni nos miraba y yo esperaba una llave, una firma, algo. Tú te movías nervioso, siempre te mueves nervioso cuando la cosa no sigue su curso, cuando toca esperar, cuando toca observar. El señor levantó la vista de su cuaderno y nos preguntó si queríamos ir a la habitación. Claro, contestamos, desaprobando su pasotismo ante sus nuevos clientes. Y él gritó un nombre en francés. Y una mujer de pelo largo y blanco, delgada y encorvada, salió por una puertecita del fondo de la casa, de lo que parecía una trastienda. Chasqueó los dedos, como si llamara a los gatos, y los dos nos volvimos hacia ella. El señor de la muleta ya nos dejó de mirar y volvió a su pipa y a sus garabatos. Entendimos que nos llamaba a nosotros y tú cogiste las bolsas y entraste el primero en la casa. Entonces ya vino el silencio.

Las casas suelen tener su propia música, su propio sonido, su propia melodía. Y cuando entras en ellas y ya no oyes nada, solo puede venirte a la memoria el recuerdo de lo que un día sonó ahí. A mi memoria, como si hubiese estado antes, venía un piano, venía un clarinete, venía un arpa, incluso podía venir una orquesta entera. Aquí se tocó jazz, me susurraste tú, y entendí que estábamos pensando lo mismo. La mujer de pelo blanco nos esperaba detrás de un mostrador, pero yo no podía dejar de mirar todo el espacio, toda la sala. Aquello era como un antiguo café. Tú fuiste hacia ella y yo me fui hacia las ventanas. Había butacas, había sillones, había sábanas tapando butacas y sillones, había mesas puestas con restos de comida, de servicio, había sillas de recién sentados, había migas de pan, hormigas, polvo, paredes agrietadas, alfombras con mugre, lámparas de cristal ya opaco, y unos grandes ventanales. Había mucho, había de todo, desordenado, aquello parecía abandonado, parecía haber abortado más de una mudanza, solo faltaban cajas por en medio, pero no había ninguna, no. Esos señores, pensé, habían intentado irse de allí ya demasiadas veces. Me volví hacia ti y la voz dulce y suave de la mujer de pelo blanco me recordó una leve melodía de piano que pusimos en el entierro de mi hermana. Lo que nos costó escoger esa melodía a mi hermano y a mí. Lo que nos costó dejarla ir con qué música. A veces las cosas más superfluas tienen tanto significado que no puedes dejarlas a una libre elección. Tienes que pensarlas, aunque te cuesten miles de lágrimas. Porque sabes que ya siempre jamás esa melodía será tu hermana. Y mi hermana ahora es Satie y ahora es Pachelbel.

Dos. Roces

Acabamos de hacer el amor y noté unos ojos clavados en mi cogote. Un gato había entrado en la habitación. Grité y tú te sobresaltaste. Me tapaste con la sábana y te dije que eso no era lo más importante. El gato salió corriendo y se fue por el tejado. Me levanté y me asomé por la ventana. Había seis o siete gatos más contemplándome con los pelos de punta. Cerré la ventana y encendí el aire condicionado. Luego leí una nota escrita a mano donde ponía una fórmula matemática que era ventana abierta igual a gato fisgón. Me pregunté en qué momento se escribe una nota así. Y solo podía ser después de que alguien bajara escandalizado con su reprimenda, una vez terminado el amor. Te miré. Tú no harías algo así y supongo que por eso me gustabas un poco más que la media.

La habitación donde estábamos era más grande que uno de los pisos donde viví antes de conocerte. Y el baño también. Ducha y bañera, una moqueta raída, doble lavamanos, tocador, un espejo de dos metros apoyado en el suelo delante del que me pasé varios minutos. Mi cuerpo estaba madurando. El flotador cada vez estaba más acentuado, la cintura ya no respondía a ese nombre, mis tetas habían sido aspiradas hacia el lado opuesto. La contemplación de mi cuerpo, con ese detalle y esa luz que rebotaba en el cristal, me agitó. Mis casi cuarenta y un años estaban allí. Pero al momento pensé en los cincuenta de mi hermana que ya no estaban. Y lloré sin ruido, con hipo. Tú me llamaste desde la cama y te dije que iba a darme un baño. Las toallas olían a suavizante, eran gruesas y, aunque el blanco ya no era tan blanco, conservaban esa calidad de los tejidos en los que apetecía rozar la piel. Llené la bañera, salí a darte un beso y te miré dormido, con la boca torcida y algún ronquido. No te desperté y me sumergí entera. Bañarse en verano es uno de esos placeres que no retienes. Porque hay placeres que uno no retiene hasta que vuelve a vivirlos. Y eso también es magia. Se me arrugó la piel y me llamó mamá. Su dolor me dolía, su soledad me pesaba. Ya habían pasado unos cuantos meses, pero no los suficientes. ¿Cuándo es suficiente?, me pregunté. Ya nunca sería suficiente. Me envolví en la toalla, me puse perfume y salí desnuda a tumbarme a tu lado en la cama. Me rodeaste con tus brazos y me quedé dormida.

Hubo un tiempo en que solo los brazos de mamá me consolaban. El tiempo del estreno, de los descubrimientos, de las nuevas experiencias. Luego ese tiempo lo ocupan las amigas, pero es breve. Siempre vuelve la madre a sanar las heridas, las del amor y las del desamor. En aquel momento, tú, allí, me consolabas sin saberlo, porque no me preguntabas, ni me juzgabas, ni me mirabas con ojos inquisidores. Solo me abrazabas y me respirabas en la nuca.

Soplaba viento afuera y repiqueteaban los porticones, parecía que iban a romper los cristales y abrí los ojos sobresaltada. Tú me agarraste, no te muevas, me susurraste, tenías tu sexo entre mis muslos, descansando, lacio. Yo tenía hambre, mucha. En la mesita de noche había otra nota y un teléfono. Otra fórmula matemática. Preguntas igual a llame al conserje y, entre paréntesis, un número. Marqué pero no recibí respuesta. Pensé que hubo el momento del conserje y que no era el de ahora. Miré el reloj y ya era tarde, nos vestimos con prisa y fuimos a ver si nos daban de cenar.

Tres. De lo valiente y de lo cobarde

Todos tenemos en nuestra vida un momento cobarde y un momento valiente. Mi hermana los tuvo los dos a la vez. Es lo que dijo mi madre cuando ocurrió. Lo que vino después fue un carnaval.

¿Y si vuelve? Ha sido lo más repetido en los últimos meses. Cómo voy a dar su ropa, ¿y si vuelve? Cómo voy a tirar sus cosméticos, ¿y si vuelve? Cómo voy a deshacerme de nada de su entorno, ¿y si vuelve? No responder a esa pregunta ha sido una de las cosas más difíciles de mi vida. Cómo respondes al desaliento, al vacío, a la incomprensión, a la soledad repentina que te invade, a la pena más honda, al gran agujero negro donde no hay siquiera una pequeña linterna que alumbre el camino. No, eso no tiene respuesta. Ya lo dijo Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico, lo difícil es dejar que esa persona pase a ser la fotografía que tienes en la mesa. Cómo dejarla ahí si lo único que quieres es arrancarla y darle movimiento.

Y en ese lugar donde habíamos ido a parar recuperé esa sensación de abandonar una vida. Era distinta, porque se refería más al lugar, era un espacio el que poco a poco parecía que se había ido muriendo. Pero quién sino para matar un espacio que las personas que viven en él.

Bajamos poco a poco las escaleras, no oíamos nada, solo el crujir de la madera carcomida. Te dije que dudaba de que nos dieran de cenar. Tú me cogiste de la mano, sabías que tenía miedo, o ese desconcierto que me dan esos lugares desconocidos, mal comunicados y con tanto misterio. Te apreté la mano, siempre agradezco que sepas lo que me pasa sin tener que decírtelo. A veces pienso que me conoces demasiado, aunque otras veces también pienso que no sabes nada de mí.

En la sala principal, en esa especie de café de tiempos alegres, había una mesa con un mantel blanco. Fuimos directos a ella, como si estuviera puesta para nosotros. Un gato dormía debajo de una silla y había un piano del que aún colgaba una sábana, por lo que pensé que alguien lo había destapado esa noche. Tú te sentaste a la mesa. Lo tuyo es así. Ves una mesa puesta y ya esperas el gran banquete. Yo miré a todos los lados, te dije que allí no había nadie. El gato se estiró, se lamió y salió de debajo de la silla. Se sentó delante de ti. No teníamos nada para darle ni a ti te gustaban los gatos. Lo miraste y negaste con la cabeza. El gato vino a mí. Yo seguía de pie, esperando que alguien me invitara a sentarme y me dijera qué había de cena, y los ojos del gato se me clavaban, no los apartaba. Me incomodaba. Retiré la vista, tú me decías que me sentara y yo que cómo iba a sentarme a una mesa vacía en una sala desierta en una casa sin ruido.

Y, de pronto, se abrió una luz. Y salió un chico con un ojo de pirata, una camiseta raída y unos pantalones negros doblados que mostraban unos calcetines de lunares. O eso me pareció. Ni nos miró. Se sentó al piano y empezó a tocar. Hola, le dije, sabes si podemos cenar. Ni se inmutó. Siguió tocando algo que parecía improvisado. Tú repetiste lo mismo que yo. Ni caso. El gato se subió encima del piano y se recostó. El chico tampoco le hizo caso. De la luz del fondo salió ella, la señora de pelo blanco, con una carta en las manos. Vino hacia nosotros y la dejó en la mesa. Gracias, dijo en francés, se sacó una campanilla del bolsillo, me la dio y y se retiró. Los dos nos quedamos ahí parados, como tontos, yo de pie, tú sentado, el chico pirata tocando el piano, el gato ronroneando. Me pareció estar en una película de Wes Anderson o de Tim Burton, por lo extravagante de la situación. Me senté, tenía tanta hambre que no quería ni analizar mucho. Vamos a comer, te dije. Tú ya estabas eligiendo.

Tocaste la campanilla y salió la señora de pelo blanco con una libreta de cuadrícula, amarillenta, llena de tachaduras. Fue directa al piano, acarició al gato, le dijo algo al oído al chico y vino hacia nuestra mesa. Tú pediste, ella apuntó y luego los platos que nos sirvió no concordaban. En otras ocasiones habríamos dicho que eso no es lo que habíamos pedido, pero no allí, no entonces que sonaba una melodía que nos mantuvo quietos y silenciosos, abstraídos y discretamente felices.

La mesa se llenó de colores, de sabores y de burbujas. A simple vista, conté unos nueve platos, todos distintos, y tampoco identifiqué qué era qué. En todos había ingredientes que conocía y otros que no tenía ni idea de qué eran. Hundí los dedos en salsas, los chupé, los volví a chupar, y cuando me di cuenta me encontré tus ojos clavados en mí. Come, te dije, sin hacer caso de tu mirada inquieta. A mí el desconcierto me da hambre, el desaliento también, lo desconocido, lo desterrado. Todas esas palabras que tienen que ver con el abandono, o al menos una parte de ellas, me sacuden el hambre. Intensa. Feroz. Aunque luego coma por impulso y al tercer mordisco me sienta la barriga llena y casi obstruida, de esas que solo un pedo con resonancia la liberan. Reprendiste mis maneras, mi impaciencia, mi incontinencia. Te ignoré. Me ignoraste tú también. A veces es mejor ignorar que discutir, y más si hay comida de por medio. Entonces tu hambre ya se unió a mi hambre. También a la del chico pirata, que dejó de tocar el piano y se sentó a nuestra mesa. Nos miró pidiendo permiso y después de nuestra mueca de aprobación, ya ni nos volvió a mirar, mucho menos a hablar. Allí nadie decía nada, todo estaba tan rico que era incompatible con el habla.

Al cabo de un rato, volvió a salir la señora de pelo blanco y nos dijo que ya era hora de irnos a la cama. El chico volvió a sentarse al piano, tocó una melodía lenta y destemplada y nosotros dejamos las servilletas blancas en la mesa, nos levantamos, dimos las buenas noches y subimos a la habitación. Obedecimos sin más, pues aquello no era una orden, era como estar en casa y que tu abuela te dijera que te acostaras ya, que al día siguiente te llevaría al parque de atracciones. No nos dijo lo del parque, pero intuí que allí iba a pasar algo grande.

Cuatro. No somos de aquí

El primer rayo de sol se me pegó a los ojos y escondí mi cara en tu axila. A veces nos metemos en lugares recónditos para huir de lo que no apetece. Y no me apetecía despertar. Era demasiado temprano, se notaba el calor asfixiante de agosto, aunque ya estuviéramos terminando las vacaciones. En breve, tocaría volver a casa. Hundí aún más mi cara en tu axila y tú te moviste incómodo.

Llamaron al timbre y salí de la cama de un salto. Abre tú, te dije, pero te tapaste con la sábana y entendí que me tocaba a mí. Fui al baño, me puse el albornoz blanco y pregunté quién era. Nadie respondió y, venciendo mis miedos, abrí la puerta. Allí, apoyado en la pared de enfrente liándose un cigarrillo, estaba el chico pirata. Me toqué el pelo, de repente me preocupaba mi aspecto. Él no decía nada. Dime, le dije, qué quieres. Tienes hambre, me preguntó. Yo afirmé, incrédula. Pues baja conmigo. Me sentí intimidada, ¿un chico que no debía de tener más de 20 años estaba flirteando conmigo? así, ¿de repente? Voy a vestirme y bajamos, dije. No, baja tú, baja así, en albornoz, estamos en casa. Lo miré con ojos de sorpresa, me miré las tetas, me anudé más fuerte el albornoz, y me di la vuelta. La puerta se cerró y su imagen allí en el pasillo se quedó conmigo.

Me fui al espejo, me desabroché el albornoz y lo dejé caer en el suelo. Me toqué las tetas, me acaricié el sexo, me puse de perfil y vi cómo asomaban las estrías y una leve celulitis. Me metí un dedo y observé cómo se contraían todos los músculos, cómo la piel se volvía rugosa, cómo todo se transformaba para recibir a ese nuevo miembro. Lo quité, no veía lícito masturbarme mientras tú dormitabas en la cama. Volví a ponerme el albornoz y fui a levantarte. Y otra vez la puerta. Abre tú, te susurré. En un par de minutos apareciste con una bandeja de desayuno. Me lancé a una torta que parecía recién horneada, un zumo que también parecía recién exprimido y un café que sí, estaba recién hecho. Vi una pequeña nota done leí que nos esperaban abajo en media hora. Te la leí, me miraste incrédulo y nos fuimos a duchar. Las órdenes en esa casa había que acatarlas. Al fin y al cabo, nosotros no éramos de allí. Al menos no de momento. Como decían en Un lugar en el mundo, sabes que eres de un sitio cuando ya no puedes irte de él.

Cinco. Suéltate

Bajamos con el pelo mojado, tú con una camisa blanca, yo con un vestido de flores, y ellos nos esperaban al pie de la escalera. Aseados, arreglados, sonrientes. Parecíamos sus invitados. Ella, la mujer de pelo blanco, se había puesto un vestido limón que favorecía sus facciones, iluminaba su pelo y definía bien su pequeño cuerpo, uno de esos que parece que se vaya a romper ante la menor brusquedad. Él, el señor de la muleta, se había peinado la raya a un lado, con gomina u otro producto de esos que dejan el pelo húmedo y acartonado. Se había puesto una americana azul marino y un pequeño clavel blanco asomaba del bolsillo de su solapa. Los pantalones eran de rayas, unas rayas finas y elegantes que él llevaba como si fuera un chaval. Encima se había hecho el dobladillo en el pantalón y los calcetines eran de cactus de colores. No pude no fijarme en los zapatos, unos zapatos de charol, de bailar claqué por lo menos. Negros y blancos, lustrosos y luminosos. Se apoyaba en su vieja muleta pero eso no era lo que llamaba la atención, sino su sonrisa, una sonrisa franca y sincera que nos miraba a los ojos sin preguntarnos nada.

Cuando ya los tenía a los dos instalados en mi retina, cuando ya había caído en un estado de enamoramiento hacia esa pareja, lo vi a él. Al pirata. Al chico pirata. Te agarré la mano más fuerte. No quería desprenderme de ti. No quería que ese trío me hipnotizara. El chico pirata vestía, cómo describirlo, un traje que podría haber sacado de una vieja cortina o de un anticuario o de una tienda de disfraces. Era una mezcla de espanto y de atrevimiento. Una mezcla de bondad y de travesura. Una mezcla de Chaplin y del Capitán Garfio. Intuí a alguien muy personal, inquietante, desconcertante. Y te volví a apretar la mano.

¿Estáis listos?, nos preguntó el señor de la muleta. Nos miramos y los dos asentimos con la cabeza. Yo dudaba, ¿por qué íbamos con ellos? ¿Por qué no nos íbamos ya a casa? Suéltate, gritó de pronto el chico pirata. No le hice ni caso. De qué iba ese retaco. Está bien, pues vámonos, insistió el señor de la muleta. Ninguno de los dos preguntamos adónde, tú diste el primer paso y me arrastraste a mí. Noté tu confianza y me relajé. De pronto parecíamos dos niños pequeños a merced de una nueva familia. Dos niños adoptados que lo único que quieren es empezar una nueva vida en otro lugar. Y dejar sus taras atrás.

Seis. Sabroso, completo y natural

La tara de mi hermana era invisible, al menos al principio. No se notaba en su mirada, ni en su movimiento, ni en su habla. No le faltaba un brazo, ni un pie, ni media oreja. La tara de mi hermana era un dolor que empezó molestando un poco y acabó fastidiando demasiado.

Lo primero que quieres hacer con tus taras es esconderlas, dejarlas debajo de la mesa, al fondo del cajón, que nadie las vea. Y por qué queremos esconderlas, no lo sé. Por pudor, por miedo, por incomprensión, por vergüenza, quizás. Mi hermana describía la suya como algo sabroso, completo y natural. Decía que sabía a mierda, se completaba de mierda y era natural de la mierda. Yo me reía y ella entonces bailaba a Julio Iglesias. Me gustaba cuando bailaba a Julio Iglesias. En esos momentos sé que no estaba su tara, o que no se dejaba manipular por ella. Luego ya dejó de bailar.

Siete. Palíndromo

El coche al que nos subimos con el trío era un Mustang del 64 color crema y tapizado en rojo. Limpio y cuidado, de su retrovisor pendía un hilo con un pequeño espejo deformado que nos iba deslumbrando a medida que entrábamos. El chico pirata, tú y yo nos sentamos detrás, incómodos y apretujados. Tuvimos que encajarnos como piezas de un Tetris para que nuestros culos entraran. Yo me senté en el borde del asiento, tú atrás del todo y el chico pirata de costado, clavando su mirada en mí. Yo, nerviosa, me dediqué a observar cómo la mujer de pelo blanco entraba en el asiento de copiloto como si fuera una estrella de cine. Se sentó, descolgó el pequeño espejo y se pintó los labios de carmín. Luego se lo colgó del cuello y se colocó el pelo detrás de la oreja.

El señor de la muleta se acomodó al volante y en su muñeca derecha vi un tatuaje con una inicial, la i latina en mayúscula o la ele minúscula. ¿Qué lleva a una persona a tatuarse la piel? ¿Es el tiempo, quizás? ¿Dejar constancia de algo? ¿Un amor apresurado? ¿Un sentimiento indestructible? ¿Qué es tan importante? Mi padre decía que solo una fecha de caducidad. ¿Sería mejor nacer con ese tatuaje? ¿Con esa fecha que te acecha cada día y te dice lo lejos o lo cerca que estás? ¿El tiempo que te queda para irte? Para recordarte que no eres eterno, que no te lamentes, que actúes, que esto es algo que solo vas a disfrutar una vez. Qué poco conscientes somos de la caducidad. Todo lo demás, a mi padre, le parecían chorradas.

Circulábamos por un camino de tierra bordeando el mar, con las ventanillas bajadas y el aire tórrido de agosto pegándose en la piel. Nos custodiaba una hilera de árboles frutales, aguacates, mangos, papayas. Quería estirar el brazo y coger alguno, tan ricos se veían. Le pregunté al señor de la muleta qué lo había llevado a tatuarse un palo vertical y no me respondió. Se limitó a mirarme por el espejo retrovisor y a sonreírme. Entonces, seducida por su sonrisa, miré mis muñecas y pensé en tatuarme un palíndromo. Una palabra infinita, lo más lejos posible a una fecha de caducidad.

La mujer de pelo blanco le susurró algo al oído y los dos se rieron sin estridencias, con algún espasmo. El chico pirata sonreía. Yo te miré de reojo y te cogí la mano, una mano curtida, de tirar tantas veces hacia delante, manos capaces de enfrentarse a cualquier cosa, de meterse en cualquier sitio, de arreglar cualquier estropicio. Tus manos, para mí, eran un lugar seguro. Pensaba en un palíndromo para describirlas cuando un frenazo me estampó contra el reposacabezas de delante. Grité. Habíamos llegado.

SINOPSIS

¿Qué es la vida sino una gran tara? Mi madre dice que es una farsa. Supongo que llegas a esa conclusión cuando sabes que te acercas al final. Fallamos a cada paso, nos fallamos a nosotros mismos, nuestra idea de la vida, nuestras expectativas. Fallamos a los demás, que también nos fallan a nosotros, o eso creemos, porque siempre esperamos más de todo. Por eso supongo que mi madre dice que la vida es una farsa. ¿Será el secreto no esperar nada? ¿Cómo vives si no esperas nada?

Esta es la historia de una pareja que vuelve a casa después de las vacaciones de verano. Y que, en el camino, realizan una última parada en una casa medio abandonada, repleta de taras, que les hará cuestionar las suyas propias, las de su entorno y las de su relación. ¿Qué somos sino una suma de nuestras taras? Ellas nos forman y de ellas queremos desprendernos a cada momento, aunque no lo consigamos.

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