PREFACIO
Fuertes trazos de luz revelaban que el sol hacía más de seis horas que se había alejado de su cenit. El fulgor de sus destellos rebotaba contra el suelo haciendo parpadear al hombre que venía caminando por el pasillo. Se trataba del profesor Juan Fernando, o simplemente Juanfe, como le decían con cariño algunos colegas y los alumnos de los dos últimos cursos de bachillerato.
El colegio, se encontraba localizado en las inmediaciones de San Sebastián justo a las afueras del casco urbano en donde solo se veían algunas fábricas y muchos terrenos baldíos. Por fuera, sus paredes eran de un color gris claro, enmarcadas por una serie de feos ventanales construidos a partir de una especie de cubos de vidrio –viejos y opacos–, que no permitían ver nada. El interior era igual de apagado y aburrido, lleno de corredores y pasillos que interconectaban todas las áreas del colegio. Y en el centro, donde todo se conjugaba, un gran patio con dos canchas de basquetbol, senderos en cemento, zonas verdes, un par de fuentes –sin agua–, y una docena de bancas de madera con más de una década de capas de pintura color verde pizarrón. En su parte posterior, sus canchas de fútbol bordeaban contra un bosque de eucaliptos al pie de las grandes montañas que daban inicio a la cordillera oriental.
«Hoy se ve y siente más estrecho que de costumbre» pensó Juanfe, mirando con ojos entrecerrados hacia el fondo del pasillo en un intento por esquivar la intensidad de los reflejos del sol. Las luces del colegio estaban apagadas y la única iluminación, a parte de la que entregaba el atardecer, provenía de los pequeños bombillos de emergencia instalados sobre la puerta de cada salón de clases; recargados durante el día con los paneles solares ubicados en los tejados. Enormes filas de lockers, roídos y grisáceos, se extendían a los lados de las paredes como inmensos bloques de dominó. Los guarda escobas que bordeaban el suelo estaban conformados por una inacabable hilera de adoquines. El techo, alto de por sí, se desplegaba como una cinta de yeso blanco y orlados color curuba, adornados con la forma triangular de una que otra telaraña recién tejida. Por el suelo, en cambio, pequeñas baldosas de color marrón se esparcían impasibles refulgiendo como un gigantesco espejo; pulidas con esmero y fabricadas a prueba de todo, incluso, contra el frenesí de los cuatrocientos y pico estudiantes que a diario las pisoteaban.
Una comunidad educativa muy tradicional y apacible donde no parecía existir el afán por transformar lo que, por más de 24 331 días, habían establecido con firmeza los curas Salesianos… Un lugar donde nadie, jamás, se imaginaría que algo malo pudiera suceder.
Mientras seguía caminando Juanfe pensó que, por alguna razón que aún no entendía, el día también se sentía más largo, más lento, y más frío. Algo que inexorablemente remontó su mente unas cuarenta y ocho horas hacia atrás: justo cuando se detuvo frente a la puerta de su casa preparado, como todos los días, para dirigirse a dictar sus clases de Sociales. Esa vez, en tanto protegía sus manos en los bolsillos de su chaqueta, un vaho salió de su boca confirmando que, ese, hubiera sido un buen día para no salir de la cama.
… Recordó que –aquella mañana en particular–, se había despertado no tan temprano como de costumbre. Ya eran más de las seis de la mañana cuando pudo al fin abrir los ojos. No había tenido una buena noche; estuvo trabajando hasta muy tarde corrigiendo la tesis de grado que le había encargado el hijo de un político local: un vago, bueno para nada. Como pudo Juanfe se levantó, no sin antes luchar contra el deseo de voltearse hacia el otro lado de la cama a seguir babeando. Aún con los ojos empañados y sin tener tiempo de bañarse o desayunar decentemente tan solo acertó a prepararse un café instantáneo; nada que se le pareciese a esa taza de café que acostumbraba tomar casi todas las tardes cerca de la plaza del centro en El café del Antaño: patrimonio ecléctico para los viejos del pueblo “sin gracia y sin historias” y para los que –como él–, tan solo iban por unas horas para escapar de su monotemática existencia. Recordó también que, de dos sorbos, se había tomado ese brebaje industrial saliendo presuroso –casi al trote–, para recorrer las tres calles que separaban su casa del paradero. Perder el autobús de las 6:40 le habría significado tener que esperar más de veinte minutos antes de que pasara el siguiente. También se acordó que esa vez, de camino al colegio y sentado en la última banca del autobús, tuvo más de media hora para pensar en lo otro que sintió esa mañana. Meditó de manera especial, acerca de esa rara sensación de zozobra que lo mantuvo inmovilizado –clavándolo contra el colchón–, hasta que ya se le había hecho tarde. Una maraña de sensaciones que se quedaron durante gran parte de ese día, ahí, acurrucadas y aferradas contra su pecho como un gato pequeño sin madre y sin hogar. Esa misma mañana, mientras recostaba su mejilla contra la ventanilla para observar las calles y los automóviles que iban y venían, Juanfe también tuvo tiempo para fantasear con algo que habitualmente se paseaba por su mente: imaginar la cara que pondría si un día cualquiera, al llegar al colegio, lo encontrara humeando y en ruinas; descubriendo con fingido asombro que, de manera «misteriosa”, la noche anterior alguien lo había incendiado. Ese efímero y malévolo pensamiento, en ese momento, le había sacado una leve sonrisa de satisfacción…
Hoy, cuatro días después de haber tenido esa ensoñación, un rictus de desasosiego se marcaba en sus labios al tiempo que un buen puñado de lágrimas se aglomeraba en sus ojos, empujándose unas a otras, en su afán por derramarse. La angustia, ante la espantosa posibilidad de que “una parte” de ese lóbrego sueño se hubiera colado hacia el mundo real, horadaba su corazón… Y era obvio que ese presentimiento –el que se encaprichó en advertirle “que no debía haberse levantado”–, taladraba hoy con fuerza en su cabeza, clavándose a su cuero cabelludo como un mico rabioso: increpándolo por haber desperdiciado la única oportunidad que tuvo de librarse de esa inclemente lluvia de sangre y muerte… La que cayó sobre el colegio cuando llegaron esos espantosos seres.
I
UN DÍA PARA DEJAR DE REZAR
Juanfe tomó aire profundamente y se detuvo por un minuto. Giró su cabeza hacia la izquierda donde creyó ver que había alguien mirándolo desde las penumbras del salón de 4ºB. Era un hombre de mediana edad algo pálido y enjuto, no muy alto, con barba de varios días y ojeras de muchos años, vestido de vaqueros, camisa blanca y chaqueta de cuero negro. Aquel tipo lo contemplaba con lástima, envolviéndolo con una mirada llena de cansancio y temor que parecía aprobar –con un tácito y silencioso sí–, su angustioso deseo de parar y retroceder. Por un momento, Juanfe creyó entender lo que le decían esos ojos hundidos. Por un instante, pudo deducir el significado de lo que se mecía en lo profundo de esa mirada sin parpadeos. Y durante varios segundos fingió creerle… Ese rostro le imploraba que se detuviera, y la verdad, era lo mejor que podía hacer: detenerse y volver tras sus pasos, corriendo y gritando ¡a la mierda con todo!
Pero no, no iba a ser así de fácil. No ese día. Varias veces –y a lo largo de los casi catorce años que llevaba de docente–, estuvo a punto de mandarlo todo para la mierda… Pero, de la mierda nadie se alimenta.
Una delgada línea se marcó en su entrecejo y ya no quiso seguir observando su reflejo contra el cristal de ese oscuro salón; uno de los pocos a los que le gustaba entrar, no solo por ser uno de los más bonitos, sino por la buena energía del grupo de niños de 4º grado… Juanfe apretó los labios y le dedicó una última mirada al número clavado en la parte superior de la puerta. Era hora de mirar hacia el frente y seguir andando.
Mientras Juanfe reanudaba su marcha, una sombra, escondida entre las penumbras del salón, se despegó de la pared aproximándose con sigilo a las ventanas. Un fulgor color azul pálido se encendió donde normalmente deberían existir unos ojos. La sombra enfocó la incandescencia de su escrutinio contra el hombre que acababa de alejarse. Juanfe sintió la presencia, y percibió la presión de la mirada que se clavaba en su espalda. Los pelos de su nuca se levantaron, al tiempo que un escalofrío obligó a otras partes de su cuerpo a que se encogieran… Juanfe pasó saliva, pero no quiso detenerse, ni mirar atrás; la sensación de miedo que lo agobiaba se apoderó de sus piernas dándoles un poco más de velocidad. La sombra, inclinó hacia un lado lo que asemejaba ser su cabeza, como si la estuvieran llamando. De inmediato, sus pupilas se inflamaron pasando del azul al rojo… y en menos de un parpadeo, la sombra se esfumó. Como si nunca hubiera estado ahí.
Juanfe sintió que la presión había cesado. Soltó el oxígeno retenido en sus pulmones y se enfocó en seguir hacia adelante, como fuera. Era evidente que algo lo había acechado, examinándolo como si fuera una fruta fresca y jugosa, recién cosechada.
Juanfe intentó creer, mientras avanzaba, que fueron muchos los que habían logrado escapar ese día cuando, de manera fortuita, la muerte había descendido desde el cielo. Los restos de los que no se espabilaron seguían esparcidos en varios sectores del colegio. La gran mayoría, estampados como gigantescas moscas contra las paredes y los techos, formando espesas manchas de sangre, tejidos y huesos destrozados mucho más allá de ese pasillo y del patio.
Casi sin darse cuenta, había andado un buen trecho sumido en estos pensamientos. Unos metros más adelante ya se podía ver la bifurcación por donde debería doblar para llegar al siguiente corredor; el que lo llevaría al área de preescolar y al gimnasio. Dio un par de pasos más, pero, antes de doblar en la esquina, Juanfe se detuvo. Algo en su interior le decía que debía permitirse, así fuera por un momento, intentar vencer el miedo para echarle un último vistazo a lo que dejaba tras de sí. Sin pensarlo más, volvió su rostro para contemplar el camino que había recorrido.
El fuerte resplandor del sol, que de frente lo cegaba, se había convertido en un gran reflector de luz ambarina que le permitía ver lo que estaba sucediendo a su espalda. Habían sido unos veinticinco metros los que había ganado hacia delante. Más de lo que se creía capaz. Mucho más de lo que lo creían capaz los que lo observaban avanzar… Atrás, al inicio del pasillo, se agolpaba un grupo de hombres y mujeres que se asomaban, apretujándose unos a otros, en un intento por ver lo que él hacía. En una buena cantidad de esos semblantes se manifestaba algo más que mera curiosidad. Había algo mucho más poderoso y notorio. Algo muy parecido al terror.
Un par de mujeres del departamento administrativo del colegio se destacaban adelante del grupo, casi en primera fila. Una de ellas era la secretaria de la rectoría: Lola, una cincuentona alta y acuerpada como guardia de prisión con más de treinta años al servicio del colegio, experta en capotear y lidiar con alumnos, profesores y padres de familia. Especialista también en eludir cualquier posibilidad en el ámbito sentimental. Era un vivo ejemplo de la soltería empedernida; orgullosa de serlo y de predicarlo. Ella lo miraba con una tensa expresión de alerta mientras sus rollizas manos apretaban con fuerza los hombros de Laura, la recién llegada al área administrativa: una bella joven de veinticuatro años, rubia, delgada, algo tímida, pero cordial.
Laura había guerreado durante varios meses para conseguir ese trabajo, pasando por varias pruebas y exámenes hasta que por fin fue aceptada. Hoy su rostro se asemejaba a una sábana blanca, atenazado por la más pura expresión de espanto… Por un segundo, Juanfe se acordó de la última vez que se había masturbado pensando en ella.
«¡Qué rabia!» caviló contrariado, mirándola desde la distancia. Si no se hubiera levantado tan tarde aquella mañana –por culpa de esa maldita tesis–, tal vez habría podido volver a tener presente ese bello rostro, por una última vez, añorándolo bajo la ducha.
A un lado de ellas se podía ver a la maestra de danzas y al profesor de educación física. Sus facciones también expresaban lo mismo; como si todos los ahí reunidos hubieran ido a la misma tienda de máscaras a comprar sin gusto ni imaginación. Era curioso el efecto que una situación como esta lograba en la psiquis de las personas. En la de danzas, esa explosión de alegría con la que inundaba el día a día de la jornada estudiantil –todo un fastidio a veces–, hoy era tan solo un remedo, una sombra apabullada a punto de colapsar. Y el de educación física, siempre tan avasallador e imponente –tan petulante y come mierda de por sí–, hoy se veía convertido en un triste alfeñique acurrucado como un ratón.
Al otro lado del grupo, y un poco relegada, se alcanzaba a observar el rostro atemorizado de la encargada de la cafetería: la negra Martina. La que, con frecuencia, lo saludaba con una amplia y blanca sonrisa; la que –algunas veces–, le permitía ver un poco de sus imponentes y achocolatadas tetas por entre su escote. También reconoció al profesor de ciencias y a la de español. Dos petardos que solo veían por lo suyo sin hacer mayor esfuerzo por colaborar más allá de lo que les correspondía como profesores. Hoy los veía abrazándose, inermes por el cansancio y el terror. Igual de atrapados y sin ninguna posibilidad. Como todos.
Y seguramente habían más, atrás en la penumbra, donde las sombras de la tarde ya no dejaban ver nada. La gran mayoría recargándose contra alguna pared o sentados en el suelo, a duras penas conteniendo el llanto, aferrados a la inocua esperanza de que algo suceda y ponga fin a esa vigilia de hambre, pavor y muerte. Sí, debieron ser muchos los que quedaron atrapados en el momento en que todo sucedió, incluso, algunos de los alumnos que asistían a las jornadas lúdicas en la tarde. Esa fatídica tarde, cuando ellos llegaron.
Juanfe recorrió con la mirada los rostros de los que quedaron atrás, sin ningún rencor o interés por alguno. Aunque, por una curiosa y cruel paradoja, su estómago comenzó a protestar como un gato estreñido cuando sus ojos se posaron nuevamente en el rostro de Martina.
«¡Mierda! ¡Claro!… Hoy ya era jueves» cayó en cuenta. Se le había pasado ese pequeño detalle. Algo que su estómago parecía tener muy presente a pesar de las circunstancias. ¿Sabría la negra lo importante que era para él la torta que ella preparaba los jueves? No era un gran pedazo, pero hacía que valiera la pena venir a trabajar ese día.
Juanfe eludió la mirada de la negra Martina. También dejó de pensar en lo que varios de ellos pudieran estar sintiendo, o en el mal disimulado alivio que muchos trataron de ocultar por haberse salvado de tener que ir al gimnasio (por tercera vez) acarreando la gran bolsa amarilla: la que él recogería al otro lado de ese maldito umbral del tiempo en el que habían quedado atrapados.
Él fue el único que, veinte minutos atrás, se había ofrecido a recogerla. Solo él tuvo… ¿Las agallas? ¿los cojones?
–Qué idiota fuiste, más bien –masculló entre dientes.
Mientras daba la vuelta en la esquina, una duda cruzó como un galgo por su mente: Realmente, ¿él se ofreció?, o fue ¿el hastío, la angustia y las ganas de que todo terminara de una vez?, o tal vez… ¿algo influyó en su mente para que lo hiciera?
Repasó el momento en que se ofreció a ir… Tan solo recordó haberse levantado del suelo –alzando la mano y sin pronunciar una sola palabra– para caminar hacia los emisarios del Ángel.
En verdad, era un confuso cúmulo de imágenes borrosas… Como, cuando alguien se despierta y trata de evocar los sueños y solo se acuerda del último.
«Qué más da» concluyó resignado. Veinte metros más adelante de la aparente seguridad en la que quedaron los demás, era ya muy tarde para ponerse a barruntar sobre lo que lo movió a levantar el brazo. Veinte metros pueden ser perfectamente la mejor distancia para saber que, todo lo que pasó, tenía ahora tanta o menos importancia que la cagada de un mosquito.
Decidió entonces que lo mejor era seguir moviéndose. Llenó de aire sus pulmones. Lo sostuvo por unos segundos sintiendo que el oxígeno hacía lo suyo para, luego, soltarlo con un resoplido. Y avanzó sin vacilar… sin mayor valor, pero con más decisión.
De repente, Juanfe sintió como si hubiera atravesado una membrana invisible. Una sacudida térmica se abalanzó hacia él desde el fondo del pasillo, cabalgando implacable sobre cada molécula de aire –como si el frío tuviera vida propia–, reptando por los muros y el suelo en busca de su piel. Notó de inmediato que sus manos se agarrotaban. Esa gélida sensación se había apoderado de sus dedos, traspasándolos con agudos relámpagos de dolor.
El ramalazo de frío también se introdujo por la pernera de su pantalón, sin ninguna intención febril o generosa. Luego, siguió trepando por su torso hasta enroscarse en su garganta, lacerando sin piedad su barbilla y sus dientes. Con un gesto seco, más bien brusco, Juanfe se acomodó el cuello de su chaqueta, subiéndolo lo más que pudo, en un intento por protegerse. Un extraño olor a hierro fundido se hizo presente y una angustiante sensación de mareo comenzó a embotar sus sentidos.
Juanfe siguió adelante intentando no perder el conocimiento mientras sentía que un incisivo zumbido atravesaba sus oídos y sus pupilas comenzaban a temblar. La bifurcación que llevaba a preescolar estaba ahí… Sacudió su cabeza y dobló hacia la izquierda, en donde se encontró con los diez policías de asalto que lo estaban esperando.
Era un grupo especializado en rescate de rehenes y terrorismo: altos y fornidos, enfundados en gruesos uniformes de campaña y pasamontañas balaclava de poliéster negro, protegidos con chalecos blindados y cascos de color grafito. Todos, midiéndolo con frialdad y en silencio a través de sus inmensas gafas de asalto y con el dedo índice firmemente apoyado sobre el guarda gatillo de sus impresionantes rifles de combate Tavor-21.
Juanfe los fue mirando, uno a uno, a medida que intentaba seguir hacia adelante. Dio dos pasos más, pero, su mente y sus piernas perdieron sus fuerzas. Uno de los policías corrió a su encuentro para evitar que se estrellara contra el suelo. Juanfe tan solo lo vio venir, como en cámara lenta.
El policía lo retuvo entre sus brazos justo a tiempo.
–Shhh ya… calmado –le dijo el policía: un tipo de 1,80 de estatura, corpulento y de voz recia. Se trataba del capitán Wright, el oficial al mando de la operación.
El capitán comenzó a acomodarlo en el piso mientras le explicaba a donde había llegado.
–Ni te angusties, ni te aceleres, capullo. Acabas de cruzar la barrera que separa este umbral, del que venías –le comentó con frialdad, en un tono de voz más bien alto.
El capitán sabía muy bien lo que sucedía al cruzar esa “barrera”. Desde que lo agarró y antes de que se desplomara, ya había subido el volumen de su voz para que Juanfe lo pudiera escuchar.
–¿No te lo habían explicado ya, cariño? ¡Qué mal! –le dijo con algo de sorna.
Tomó aire fingiendo resignación mientras lo ayudaba a recostarse contra la pared.
–Vale, que te lo explico yo. –Abarcó con el brazo el área donde se encontraban–. En este sector el tiempo se mueve 10 veces más lento… Así que, para ti, acá todo va 10 veces más rápido. ¿Capisci?
Juanfe asintió, mirándolo entre brumas. Una gota de sangre empezó a bajar por su nariz.
–Bien, ahora: respira –Le indicó, como cuando se le enseña a un perro a saludar con la pata–… Eso… así… lento… ¡más lento!… ok… muy bien… de nuevo… bien, ahora –Le dio un cachetito (algo fuerte) para que Juanfe reaccionara–. ¡acá nené! ¡conmigo!… eso… ¡buen chico!
El capitán le dio un pequeño sorbo de agua de su cantimplora.
–Ahora, tómatelo con calma mientras comenzamos a estabilizar tu metabolismo –Se volvió hacia atrás–. ¡Médico! llegó el pichón.
Un policía con ribete de paramédico se movió con rapidez hacia ellos. Se puso de rodillas junto a Juanfe sacando de un maletín rojo un autoinyector (de uso militar) repleto de un compuesto de fenitoína sódica y una molécula derivada del fenobarbital. El rostro de Juanfe se estaba trasfigurando. Se sentía como un pez abisal al que abruptamente han sacado de paseo a la superficie.
Sin pensarlo mucho el paramédico le clavó con fuerza el autoinyector en su muslo izquierdo. De inmediato, Juanfe sintió que el potrillo salvaje que coceaba su esternón comenzaba a relajarse… Entretanto, el paramédico comenzó revisarle los ojos con una pequeña linterna. Se notaba que una gran cantidad de vasos se habían reventado provocando una hemorragia subconjuntival.
El capitán empezó a quitarle la chaqueta de cuero a Juanfe. Al ver que la cosa no iba igual de rápido con las mangas de la camisa, decidió rasgarlas hasta más arriba del codo con la ayuda del enorme cuchillo de combate que portaba al cinto. El paramédico procedió a conectarle una vía periférica en el antebrazo, a la que le acopló una bolsa de solución endovenosa. De inmediato, le inyectó por la vía, una pequeña dosis de epinefrina.
Mientras guardaba su cuchillo, el capitán contempló a Juanfe con curiosidad. Había algo en él que no le acababa de gustar. No sabía qué era, pero, mantenía su mente en estado de alerta.
El paramédico se disponía a tomarle el pulso, cuando, de improviso, Juanfe se puso tenso –asustado–, girando bruscamente hacia su derecha indicándole que se detuviera. Sus ojos se clavaron en un sitio al final del pasillo; justo al fondo, en el lado opuesto de donde había girado (a la derecha), cerca al corredor que bordeaba el patio central. El capitán siguió su mirada hasta ese punto en particular… La oscuridad seguía propagándose como un derrame de petróleo.
El capitán Wright escudriñó el lugar con detenimiento, pero, nada parecía estar fuera de lo normal. Se volteó hacia Juanfe y contempló por un momento la expresión de angustia en su rostro… Decidió que lo mejor, era salir de dudas.
Le hizo una seña a uno de sus policías: el cabo Torres.
El cabo, no lo pensó ni por un segundo y se movió, con sigilo y agachado, hasta ubicarse junto al capitán. Después de escuchar lo que le decía al oído, el cabo miró de reojo a tres de sus compañeros y les ordenó que se apostaran una docena de metros más adelante, junto al cuarto del conserje. Con un gesto estudiado, el capitán les indicó, a los otros tres, cual era el sitio al que debían dirigirse a investigar. Uno de los policías hizo un asentimiento y rápidamente acordó con sus compañeros las posiciones de avanzada: dos al frente, uno detrás del otro y por un costado del pasillo, y el otro, un par de metros atrás cubriendo sus espaldas. El cabo caminó con rapidez hasta unirse al grupo a la vanguardia. El capitán llamó al último policía y juntos avanzaron en busca de una mejor posición. Conscientes de que las comunicaciones y los visores nocturnos no funcionaban en donde concurrían las perturbaciones del tiempo, se quitaron las gafas de asalto para tratar de ver mejor… Los trazos rojos del sol comenzaban a desdibujarse y la tarde estaba sucumbiendo ante el asedio de las sombras.
El paramédico desvió su atención sobre el accionar de sus compañeros para dedicarse a seguir monitoreando el progreso del profesor. Al volverse hacia él, se encontró con su mirada. El rostro de Juanfe estaba bañado en sudor, expresando una angustia absoluta, al tiempo que hacía un gran esfuerzo por mover sus labios. Quería decirle algo, pero, sus cuerdas vocales estaban contraídas. El paramédico se inclinó sobre él para escuchar lo que le quería decir. Juanfe se levantó, con un gesto de dolor, y se acercó lo más que pudo.
La voz de Juanfe sonó como un estertor, sin fuerza.
–Corre Elena… corre –le dijo al oído, casi sin aliento, en un tono tan grave y tan bajo que apenas se escuchaba–. ¡Vete!
El paramédico se enderezó alarmado y lo miró, perplejo, confundido. Juanfe tan solo se dejó caer contra la pared, mirándolo, expectante, respirando con dificultad y a la espera de que hubiera alguna reacción de su parte.
Mientras tanto, los cuatro policías seguían avanzando paso a paso, alertas ante cualquier situación. Ya habían adelantado unos once o doce metros. Torres se encontraba a la cabeza, a unos cuatro metros del segundo.
El capitán volteó su cabeza para ver cómo iba todo en la retaguardia y se percató que algo estaba pasando. Desde su posición, pudo ver al paramédico quitándose el casco.
Escupiendo una maldición, el capitán le hizo una seña al policía que lo precedía para que se mantuviera en su sitio mientras él retrocedía los siete metros que lo separaban de Juanfe y el paramédico. Cuando llegó hasta ellos, el paramédico ya se había quitado la balaclava, permitiendo ver el color rojizo de su cabello –recogido en un moño–, y la piel blanca de su cuello y su rostro, salpicados con algunas pecas. El capitán se puso a su lado y con un gesto algo brusco tomó del brazo a la mujer haciéndola girar para encararla.
–¿Pero, qué putas crees, que estás haciendo? –le dijo el capitán con firmeza, en voz baja y observando de reojo a Juanfe, que seguía con la mirada clavada en el rostro de Elena–. ¿Ahh? ¿qué mierda está pasando acá?
Elena lo miró, agitada, con el rostro embebido por el desconcierto. Con una mueca de rabia, la mujer se sacudió del apretón que el capitán estaba ejerciendo en su brazo, clavando en él sus ojos verdes.
–¿Por qué no me lo explica usted, capitán? –le escupió con voz airada señalando con furia a Juanfe–. Y de paso me dice cómo es que, este cabrón, se sabe mi nombre.
El capitán se la quedó mirando sorprendido, sin comprender su parloteo. Cuando se disponía a abrir la boca, el grito de uno de sus hombres lo puso nuevamente en alerta.
–¡Contacto! –gritó uno de los policías que iba en la avanzadilla.
El capitán se levantó de golpe, como impulsado por un tanque de Keroseno. Elena se quedó agachada, cubriendo instintivamente el cuerpo de Juanfe, mirando alarmada hacia el lugar de donde había provenido el grito. El capitán cargó su fusil indicándole con un gesto que sacara su arma. Elena desenfundó la pistola Jericho-941 que llevaba adosada sobre su chaleco de Kevlar. Echó la corredera para atrás insertando la primera ronda. Luego, se hincó sobre su rodilla derecha y empuñó el arma con ambas manos, juntando los dos pulgares hacia adelante, uno encima del otro… En su frente y en sus sienes unas gotas de sudor habían comenzado a aflorar.
El capitán puso su mano sobre el hombro de Elena y la miró, asintiendo con la cabeza para darle a entender que todo iba a estar bien. Sin darle tiempo a que ella le dijera nada, se adelantó en pos de su anterior posición, donde lo esperaba el último policía.
Los policías apostados junto al cuarto del conserje se acantonaron con los Tavor a la altura de la mejilla. El capitán le ordenó al policía que lo apoyaba que se quedara atrás y avanzó hacia ellos, unos ocho metros adelante. Las penumbras ya se habían cerrado por completo y solo quedaba, como único punto de referencia, una pequeña luz que provenía de la caja de emergencia ubicada sobre la puerta del último salón, al final del pasillo.
El capitán llegó hasta la conserjería y desde ahí pudo observar lo que estaba sucediendo diez metros al frente. Tres de sus hombres estaban apostados con sus armas apuntando hacia delante… Seis metros más allá, se veía al policía que iba a la vanguardia: El cabo Torres.
El cabo estaba parado, muy quieto, apuntando al vacío con su fusil de asalto. Sus ojos se mantenían fijos, casi sin parpadear, muy pendiente de lo que pudiera suceder. Sus compañeros lo cubrían, tratando de ver qué era lo que pasaba delante de él, pero, por más que lo intentaban no lograban atisbar nada. No entendían qué pudo haberlo obligado a detenerse tan abruptamente y levantar su arma. Uno de ellos se volvió hacia su capitán indicándole con la cabeza que no veían nada. El capitán apretó los dientes hasta que sintió que estos crujían. Sin dudarlo, avanzó rápidamente hasta alcanzar a los dos que estaban detrás del cabo, apostándose delante de ellos para observar mejor.
–Torres… ¿qué pasa? –le dijo sin alzar mucho la voz.
El cabo giró un par de centímetros su cabeza, pero no le contestó, de momento. Mantuvo la mirada clavada al frente, mientras daba un pequeño paso atrás, con lentitud.
–Hay algo raro ahí adelante, mi capitán… algo, que nos está vigilando –susurró. En el tono de su voz se sentía la tensión.
Un leve tic nervioso apareció en uno de los párpados inferiores del capitán.
–¿Dónde exactamente, cabo?
Torres dio otro paso hacia atrás, sin dejar de apuntar con su rifle.
–Unos… seis metros adelante, mi capitán… Junto a la puerta del último salón.
El capitán dio un paso a un costado, tratando de ver lo que Torres indicaba, pero, solo se veían penumbras y soledad.
–¿En dónde, cabo? –espetó impaciente–. No veo ni una puta mierda delante suyo.
El cabo no se inmutó. Tan solo retrocedió otro paso mientras bajaba su arma, a la altura del pecho, sin dejar de apuntar.
–Cabo… ¡hábleme!… ¿qué es lo que está pasando? –El capitán ya se encontraba a unos tres metros de él.
El cabo se estaba volviendo para contestarle cuando, de improviso, respingó alarmado. Levantó su arma con rapidez apoyando su dedo contra el gatillo, presionándolo con firmeza, pero… ya era demasiado tarde.
La sombra se despegó vertiginosamente de las penumbras y en menos de un segundo llegó junto al cabo, tomándolo con fuerza por el cuello. Torres sintió que su sangre se helaba instantáneamente, mientras su cuerpo comenzaba a solidificarse adquiriendo la rigidez del concreto. En su rostro, también quedó congelada una expresión de asombro y horror. El fulgor en la mirada de la sombra, cambió de azul a rojo… y apretó el cuello del cabo.
El cuello de Torres crujió y se fracturó como si fuera de hojaldre. Su cuerpo cayó al suelo resquebrajándose en pedazos. Su cabeza quedó suspendida entre los dedos de la sombra, como sostenido por el más macabro de los Faustos. El capitán y sus hombres no podían salir de su asombro. La sombra giró su cabeza, clavando la incandescencia de su mirada en ellos. Sin dudarlo, los policías levantaron sus armas, con rabia. Las ráfagas de sus fusiles comenzaron a escucharse.
Elena intentó levantarse para apoyarlos, pero, el brazo de Juanfe se lo impedía. Él observaba la lucha en silencio, impasible.
–No, Elena… debes irte ya –le dijo, mirándola a los ojos, con algo nuevo en su semblante y en su voz.
Trató de zafarse. Lo único que quería era pararse y correr a apoyarlos, pero, algo en su mirada, la hizo dudar… Elena se volvió hacia el pasillo para contemplar lo que estaba pasando. Su boca estaba seca, su cuerpo empapado; sus sienes, latiendo deprisa.
Uno de los proyectiles impactó la luz de emergencia. Todo quedó en tinieblas. Elena, tan solo divisaba el resplandor de los fogonazos y unos extraños destellos entre azul y rojo. También, escuchaba los gritos… esos gritos desgarrados y el espeluznante sonido de los cuerpos al caer.
Hasta que, en menos de veinte segundos, todo acabó. Todo, había quedado en silencio y en la más completa oscuridad.
La temperatura había subido mucho y el ambiente se estaba llenando de un extraño olor a sangre, ozono y… ¿lirios?
Elena apretó los labios y empuñó su arma a la espera de lo que pudiera venir. Su corazón galopaba desbocado.
–Elena… –se escuchó de repente. Era una voz profunda e imponente, que retumbaba a pocos pasos de ella. Un doloroso escalofrío recorrió con saña su estómago y su esfínter.
Elena pasó saliva. Finalmente se levantó, lentamente, dispuesta a enfrentar –por primera vez–, lo que significaba estar en frente del horror.
II
ELENA
–Elena… –la voz se oía como si viniera desde muy lejos.
Elena sentía que los acordes de la guitarra de Sweet child o’ mine llenaban su mundo y no tenia muchas ganas de salirse de ahí.
–Elena… –se escuchó, un poco más cerca. Elena mantuvo los ojos cerrados haciéndose la desentendida.
De pronto, una mano se apoyó en su hombro sacudiéndola con poca caballerosidad.
–¡Heyyy! ¡Heyyy!… ¡Despertando mar, doctorcita! –le dijo el cabo Torres en medio de risas.
Elena apretó los labios y abrió los ojos. Miró a sus diez compañeros con cara de madre regañona. Sin más remedio, se quitó los audífonos de su reproductor de música.
–Cuando quieres ser todo un fastidio, no hay quien te gane ¿Verdad? –le dijo al cabo, mientras se acomodaba para escuchar al capitán Wright que acaba de entrar al camión de asalto.
Estaban sentados en la parte de atrás, esperando órdenes. El capitán entró mirándolos con su acostumbrada sonrisita de G.I. Joe y esa sobradez que tanto la irritaba. El tipo era todo un súper policía: valiente, con carácter y mucha experiencia, pero, también sabía ser un buen cabrón, presumido e insufrible, cuando le daba la gana.
El capitán se sentó junto al cabo para hablarles sobre la misión: un nuevo portal del tiempo se había abierto, esta vez, al interior de un colegio de curas, en San Sebastián.
… Continuará.
SINOPSIS
Por más de 50 siglos la humanidad ha sido visitada por los navegantes del tiempo: extraños seres encargados de realizar “ajustes” que corrijan y redirijan la historia. Pero, algunos de estos navegantes (ángeles, para muchos), también han venido en pro de oscuros intereses económicos del futuro. Y otros, por motivos aún desconocidos, han venido a jugar a ser Dios, implantando en algunas personas alteraciones genéticas demasiado avanzadas y peligrosas.
Isabel era el fruto de una de esas alteraciones, inducida a su madre (por un extraño “ángel”) cuando ella era una adolescente durante un confuso evento de terror y muerte en su colegio. Un suceso que también cambió la vida de un simple profesor (Juanfe) quien, sin proponérselo, tuvo que convertirse en un fugitivo y asumir la responsabilidad de hacerse cargo de la pequeña Isabel.
17 años después… Isabel ha crecido y la adolescencia ha llegado a ella con fuerza, llevándola a pensar y sentir nuevas cosas propias de su edad, incluso, el amor… Pero, “algo” también estaba floreciendo dentro de ella. El don de la precognición para anticiparse al futuro y un poder de destrucción sin límites: el Poder de Dios, tan poderoso y aterrador como para mantener en alerta a los que no habían cesado de buscarla.
Isabel aún no entiende la razón de esa cruel e implacable cacería en contra suya. Tampoco comprende por qué se está convirtiendo en el ser humano más codiciado y perseguido de la historia. Lo que Isabel sí sabe muy bien es que, si alguno de estos “ángeles” se atreve a acercarse lo suficiente, ella lo va a despedazar con un simple parpadeo.
El poderío de los “ángeles” ha prevalecido por mucho tiempo, demasiado tal vez… Ahora, el momento de Isabel ha comenzado. Su venganza, también.
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