1
Cuando cedió la puerta del ascensor, me encontré un hall en penumbra, desangelado y poco acogedor. Me acerqué a dejar la llave en recepción. Allí descubrí al portero de noche mirándome con ojos entornados y sin interés alguno. Parecía observarme como si yo fuera parte de un sueño suyo evanescente. Hecho un cuatro, hacía pensar que fuera un traje engurruñado en el sillón del rincón oscuro. No se inmutó. Ni siquiera supe si lo había sacado de su duermevela. Me percaté de haber abandonado la habitación muy pronto, pero no volví a ella y preferí esperar en uno de los pomposos y azulados sillones hasta que abrieran la cafetería. Desde mi asiento, leí un cartel que anunciaba el servicio de desayuno a partir de las ocho de la mañana. Mi reloj marcaba las seis y veinte.
Las plantas y los muebles circundantes me parecieron aún más graves y fantasmales que la noche anterior, cuando llegué con prisas a tomar habitación en el primer hotel que había encontrado. Me sentía solo entre aquellos macetones de exóticas plantas y un tanto apabullado por las gigantescas columnas redondas que sostenían el edificio. En ese ambiente de media penumbra, pensé en la desconcertante situación a la que había llegado desde mi partida de Canadá; me costaba entenderla, no era capaz de asimilarla. Y para colmo, en ese momento, tuve la sensación de ser como un garbanzo solitario en la enorme olla del vestíbulo del hotel. Ni una sola voz, ningún arrastre de sillas, ni siquiera el runrún del aire acondicionado u otra maquinaria oculta. Nada perturbaba mi estancia en el extravagante sillón de cuero azul. Sin saber qué hacer, me acerqué de nuevo a recepción, en donde creí que encontraría el habitual montón de planos de la ciudad. Una vez allí, me pareció que el recepcionista de antes había resultado de naturaleza volátil: ya no estaba y parecía no haber estado con anterioridad. El hueco de recepción se encontraba sumido en una desagradable luz mortecina, amarillenta, casi fastidiosa. No encontré ningún plano.
Puesto que no podía hacer otra cosa que esperar, saqué del bolsillo el llavero que me entregó el día anterior la enfermera jefe del servicio de atención al paciente del Hospital Comarcal. Me vino a la cabeza la pelusa de melocotón de su bigote, que tanto me había llamado la atención, la melenita bien arreglada y una leve mirada resbaladiza. La mujer había sacado el sobre de un estridente cajón metálico de su mesa, y me pidió luego, con excesiva seriedad, que le firmara el recibo de lo que contenía. El sobre llevaba estampado un membrete verde del hospital en el extremo inferior derecho. Lo dejó junto a mí deslizándolo con las yemas de dos dedos. Trazó ese movimiento con la suavidad con que empuja una carta el crupier de un casino; me la entregó con gran dosis de delicadeza y un silencio reverente. Supuse que me estaba dando el pésame de esa manera. La descubrí observándome con curiosidad cuando me incliné a firmar, y me fijé entonces en sus cuidadísimas manos, que mantenía recogidas bajo el pecho, de manera que le confería un papel decoroso y grave ante el hijo del difunto. Me resultó un gesto monjil.
Recordé que no paraba de mirarme, lo hacía con rostro melancólico y circunstancial. Abrí el sobre y saqué un llavero que coloqué a un lado. Observé que de la anilla que mantenía unidas las llaves colgaba una tarjeta con una dirección. Después saqué del mismo sobre un libro con un separador de hojas que asomaba entre las páginas; unas gafas para vista cansada, con montura negra; un reloj de pulsera de escasa calidad y, sorprendentemente, la imagen de una virgencita, en la que se podía leer, sobre una chapa dorada: Nuestra Señora de la Candelaria ¿Una imagen de la Virgen?: no le era propio. Mi padre, que yo supiera, era ateo, al menos desde que tuve uso de razón. Me entraron ganas de decírselo a la compungida enfermera, pero me lo callé.
Volví a fijarme en la imagen. Era el único objeto que no encajaba entre todas aquellas pertenencias de mi padre. ¡Una imagen de la Virgen, nada menos! La enfermera descubrió mi cara de extrañeza cuando escrutaba la imagen con curiosidad, y pudo leerme el pensamiento. Seria y circunspecta, me aseguró haber retirado de la mesilla, en persona, todo lo que me estaba entregando en ese momento, ni más ni menos. Recuerdo que me dijo: «En la habitación no hubo ningún otro paciente, era individual. La ropa se la llevó la señora que lo cuidaba. Las enfermeras de planta me han dicho que se llamaba María».
Aquellas llaves que había recibido el día anterior, las tenía ahora frente a los ojos, tintineantes en la vacuidad del hall del hotel. Su existencia me resultaba un misterio. ¿Qué hacía tal manojo de llaves en la mesilla del lecho de muerte de mi padre? No eran las de nuestra casa de Málaga, eso era evidente. Su existencia no tenía para mí mucho sentido. Me quedé mirándolas con interés por enésima vez. No sabía qué debía hacer con ellas. Las mantuve suspendidas de la anilla y observé de nuevo que una era de seguridad, sin duda de una vivienda; las dos pequeñas debían de ser de un buzón o una cajonera y la tercera tenía toda la pinta de abrir un portal. Un llavero con unas llaves de lo más habitual en el bolsillo de cualquier persona. Volví a leer lo que decía en la etiqueta de plástico: Edificio Sanlúcar. Tercero B.
Aburrido de mirarlas y sin poder encontrarles un significado coherente, las volví a meter en el bolsillo del pantalón, me repantingué y debí dormirme en profundidad porque, de pronto, me encontré con que las luces de la cafetería ya estaban encendidas, la puerta de cristal esmerilado abierta y un par de camareras vestidas de oscuro miraban hacia el vestíbulo esperando a los clientes. Pero por allí estaba yo solo, medio aturdido. Ninguna otra persona había madrugado tanto como yo. Tardé solo unos segundos en levantarme y caminar hacia la cafetería. Desayuné sin demasiada hambre.
Cuarenta y cinco minutos después, y antes de iniciar los trámites post mortem de mi padre, me encontraba ya en la puerta de la vivienda a la que supuestamente pertenecían las llaves. Las escaleras y el descansillo olían a apartamento de verano. Pulsé un par de veces el timbre para asegurarme de que no hubiera nadie en su interior. Tampoco nadie me explicó si estas llaves eran para entrar en aquella vivienda o su entrega tenía una finalidad distinta. Me sentía intrigado, y también con miedo a equivocarme. Tras un silencio prolongado en el descansillo, abrí y, al hacerlo, me sacudió en la nariz un olor denso a cerrado. Frente a mí solo tenía oscuridad, aunque no tanta como para no distinguir las siluetas de los muebles y la situación de las ventanas. Di un par de pasos y me giré para localizar el interruptor de la luz pero no lo encontré. Aquel espacio necesitaba con premura un baño de luz y renovación de aire. Dentro, me orienté por la rayita de sol que asomaba entre el cortinaje; así que llegué hasta allí, lo abrí, y penetró una avalancha de luz generosa que me cegó unos segundos.
Descubrí tras los amplios ventanales un paisaje de mar y palmeras que me pareció un hermoso cuadro. Noté que el aire de la casa se renovaba por momentos. La luz exterior se prolongaba incisiva hasta el último rincón de la vivienda con una luminosidad casi agobiante, cegadora entre tanta pared blanca. Me encontraba en un entorno extraño y seguía sin saber por qué había acudido allí. Determiné dejar la puerta de la calle abierta.
Curioseé por la vivienda con las manos a la espalda, con evidente prudencia, siempre distanciado de los muebles y de los objetos que me circundaban, como si sintiera que alguien pudiera estar vigilándome para no apropiarme de alguna cosa. Me detuve ante la puerta del único dormitorio, iluminado por una amplia ventana. No entré, me lo impidió el recato, pero desde fuera pude observar una cama ancha con un par de mesitas de noche a juego con el armario. Las paredes eran azul celeste y las puertas del armario empotrado, blancas. Seguí el recorrido como si me encontrara en una galería de arte o en un museo. Paraba de vez en cuando a observar con curiosidad los objetos que encontraba, examinándolos con meticulosidad. A veces los tomaba en la mano y les daba vueltas sobre sí mismos, igual que si no hubiera visto nada semejante en mi vida: una cachimba de marfil sin usar, una vieja radio de galena, una botella de cristal con conchitas, un objeto indefinido de cerámica, un destilador de aguardiente en tamaño estantería, un ajedrez de viaje. Y todo lo volvía al mismo sitio que ocuparon, con la precisión y el cuidado con que un joyero deja en el expositor las alhajas o los relojes que ha mostrado al cliente.
Enseguida llegué a la cocina. Me gustó porque soy un entusiasta cocinero; tal afición la heredé de mi padre. Su amplitud podía satisfacer las demandas de un exigente aficionado a la cocina. Podía servir como comedor e incluso hacerse vida ordinaria allí mismo, pues disponía de una gran mesa de madera lacada en blanco y una ventana que miraba al mar. Dentro de la cocina encontré un cuarto mucho más pequeño que esta, donde compartían sitio lavadora, pileta, tendedero y armario con útiles de limpieza. Estando allí, me abordó la incómoda sensación de encontrarme demasiado lejos de la puerta de entrada, y como si hubiera estado escondido en lo más recóndito de la vivienda como un ladrón, salí de nuevo azorado y con prisas al espacio abierto de la sala de estar.
Otra vez allí, me fijé en una de las estanterías, en donde encontré tres libros mal apilados y, junto a ellos, una foto enmarcada. La miré sin tocarla, como si no quisiera ser impertinente con el grupo de personas que figuraban en ella. Acerqué la cabeza sin mover los pies, las manos todavía a la espalda, con la prudencia de quien pudiera sentirse observado. En ella posaba un grupo de bañistas en una playa con el mar al fondo, había mujeres y hombres. En ella reconocí a mi padre con un brazo alzado en actitud de saludar al fotógrafo. Sentí un leve vértigo, parecía estar saludándome a mí. ¿Qué hacía mi padre en esa foto, en una casa extraña y con gente que yo no conocía? Qué sorpresa más desconcertante.
Fui con el portafotos hasta el sofá. Necesitaba sentarme. Por mucho que me empeñara no conseguía reconocer a nadie más en aquella instantánea. Ningún rostro me era familiar y desistí de hacer conjeturas con seres que veía por primera vez en mi vida.
Desde mi asiento, seguí recorriendo con la vista el resto de las estanterías hasta llegar a la mesa del ordenador. Sobre ella, parecía abandonado el propio ordenador cerrado. A cada lado, un altavoz; el ratón sobre la tapa y un cubilete con rotuladores y bolígrafos en una esquina. La mesa tenía una cajonera con tres compartimientos que me llamaron la atención. Mientras los miraba sentí un deseo irreprimible por saber qué contenían. Antes de acercarme a husmear en ellos, cerré la puerta de la calle. Los cajones estaban cerrados con llave y por un momento me decepcioné.
Insistí con algunos tirones más pero ninguno se abrió. Entonces caí en la cuenta de que alguna de las llaves que me habían entregado en el hospital podría ser de la cerradura de esa cajonera y saqué el llavero del bolsillo. Probé con una de las dos pequeñas y acerté a la primera. La llave giró y el cajón superior cedió a la tracción de mi mano. No había nada en los dos superiores, pero en el inferior encontré una carpeta con resobados folios impresos. En la primera página leí lo que supuse un título: De agosto a mayo. Entendí que lo que tenía en las manos era el borrador de un relato, o algo que pretendía serlo. Sentí una curiosidad tremenda por leer aquello y, estando aún de pie, ojeé el contenido de aquel puñado de folios grapados con clip en el lado izquierdo del fajo; un puñado de folios que ni siquiera tenía cubiertas. Leí algunos párrafos sueltos de páginas al azar y constaté que no aparecía el nombre del autor por ningún lado. Tras comprobar que el conjunto estaba numerado y ordenado, volví con él al sofá y leí el comienzo:
Como estaba previsto, el preocupado profesor acudió aquella mañana de febrero a la cita con el urólogo. Salió de su casa a eso de las diez de la mañana. Aquel martes de febrero, nada más despertar, notó en el tono de los músculos y en la flexibilidad de las articulaciones que la crisis psicosomática provocada por el mal tiempo había pasado. Incluso advirtió en el pene un conato de erección instantes antes de levantarse de la cama, aunque a decir verdad se le vino a menos enseguida…
Me extrañé. Deje la mirada escapar por el ventanal. La cristalera permitía entrar con ganas un mar que parecía metálico. Yo seguía con la carpeta negra en las rodillas y el cuerpo abatido sobre el respaldo. No pude saber quién era el autor de las cuartillas escritas. Me pareció imprudente seguir leyendo esas páginas y me levanté para volverlas al cajón. ¿De quién sería la vivienda en que me encontraba y a la que había podido acceder sin ningún impedimento? En realidad, no sabía dónde estaba. No me constaba que mi padre tuviera un apartamento en este enclave costero. Si fuera de su propiedad, estaría repleto de libros, cañas de pescar y alguna que otra cometa colgada de las paredes. Además, nosotros habíamos vivido siempre en Ciudad Jardín, un barrio de Málaga, y a ese domicilio es al que he acudido siempre que he vuelto de visita a España; la última vez, seis meses antes. En ningún momento me habló de un apartamento como este. Tal vez se tratara de un alquiler de larga duración, lo que justificaría esa foto de la estantería, y también el hecho de que al enfermar aquí lo hubieran atendido en el Hospital Comarcal, donde por desgracia falleció. Pero lo de enterrarlo en Estepona, no lograba entenderlo.
Volví a mirar desde el sofá la fotografía que descubrí en la estantería y sentí por primera vez algo más que una nostalgia. No se trataba solo de una tristeza melancólica, era además la necesidad de tener a mi padre junto a mí en el cálido sofá del extraño apartamento, a la vista de un mar de invierno que, seguro, nos hubiera unido otra vez aquella mañana. Lo eché de menos.
Un par de minutos después, salí a curiosear el exterior desde el balcón. Bajo él observé a un diligente camarero que preparaba la terraza de una cafetería. El muchacho desplegaba las sombrillas que un momento antes había arrastrado desde el interior del local como si tirara de cadáveres envueltos, y me parecieron, conforme las abría, flores gigantes de color pastel que estallaban de sopetón en medio del soso adoquinado del Paseo Marítimo. En ella solo había un cliente a esas horas de la mañana: una mujer mayor, que tal vez brincaba los sesenta años.
La señora juntaba las rodillas con recato y parecía mirar el mar como embelesada. Había dejado el bolso crema sobre su regazo y lo tenía cogido firmemente con ambas manos. Luego observé que miraba también absorta al café, un tanto cabizbaja, como si la taza y ella se hubieran prestado a una recogida conversación. La miré con algún interés desde arriba, acodado en la barandilla. Quizá me llamó la atención el hecho de que fuera la única persona que a esas horas no transitaba por el Paseo Marítimo practicando deporte o caminando. Pero no, no debió de ser por eso.
Me pareció muy arreglada para ser tan temprano. El vestido blanco de estampados grises y negros resultaba muy elegante. Se mantuvo mirando el mar un buen rato. Cuando por fin decidió tomar la taza, al alzarla tuve la sensación de que nuestras miradas se encontraban. Y no solo eso, creí además que aquellos ojos se posaron en los míos durante unos segundos para apartarlos después con cierto recato. Tras unos segundos, me metí en el apartamento.
De agosto a mayo, leí de nuevo en la carpeta. La había buscado otra vez en el cajón en un intento de descubrir alguna señal que me orientara, pero resultó vano. No me decía nada. Como tampoco me lo decían los objetos que estaban a la vista. No tenía ni idea de quién dormía en la cama del único dormitorio ni quién cocinaba y comía en la mesa de la cocina. Me acerqué de nuevo a la puerta de la habitación y, tras dudar un instante, decidí entrar a curiosear en el armario. Un armario tan grande como la propia pared en la que estaba empotrado.
Cuando lo estaba abriendo sentí cierto sonrojo y reproche por mi osadía. Puedo jurar que me estaba dando mucho apuro hacerlo, aunque no hubiera testigos de mi atrevimiento. Por supuesto, no había nadie que me observara desde la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho mientras tamborileara con un pie en actitud desafiante y me preguntara que quién era yo para meter la nariz en esa casa y, peor aún, en ese armario. No es una actitud que me caracterice, esa de curiosear en armario ajeno o teléfono móvil, como tampoco había fisgado jamás en el bolso de nadie, porque me parecía de una insultante desconsideración. Para mí era como meterme en un alma sin permiso. Pero la necesidad de encontrar algún indicio pudo más que mi prudencia y terminé abriendo aquellas puertas.
Como he dicho, el armario ocupaba toda la pared sobre la que estaba empotrado. El reverso de las puertas eran espejos de cuerpo entero. En uno de ellos me miré con reproche pero ese desdén no consiguió hacerme dar un paso atrás y continué curioseando. De las perchas que me quedaban a la derecha colgaba ropa masculina de verano e invierno, toda ella de sport. Las restantes contenían ropa femenina. Por el color y el estilo de los atuendos consideré que pertenecían a una pareja de edad avanzada. No era vestimenta chabacana y tampoco de etiqueta. Pertenecían casi con toda seguridad a personas de más de cincuenta años, aunque ya se sabe que a veces el gusto en el vestir no refleja la edad de la gente. Fui separando las perchas una a una para observar con minuciosidad la ropa guardada, pero me pareció una estupidez perder el tiempo en detalles que no me llevarían a ningún sitio y en cambio me mantenían en una incómoda tensión. En resumen, no había podido saber con certeza si ese vestuario le correspondía a mi padre, aunque algo me dijera que sí.
El interior del armario no olía a cerrado. Las puertas se habían abierto con frecuencia anteriormente, no cabía duda. No parecía el armario de un apartamento de corta temporada en el que se guarda poca ropa y con algo de descuido. Más bien recordaba el de una vivienda de uso continuo. Esta idea me intranquilizó pues en cualquier momento podría entrar alguien y sorprenderme. Dejé todo como lo había encontrado y fui de nuevo al sofá. Allí intenté poner las ideas en orden.
A esas horas seguía sin conocer la titularidad del apartamento. ¿Se había equivocado la enfermera al entregarme unas llaves que pertenecían a otra persona? Claro que no, enfrente de mí tenía una foto de mi padre. Pero con ella no llegaba a ninguna conclusión. Yo seguía en mis trece: la vivienda no era de mi padre porque no había descubierto evidencias claras de que así fuera. Aunque sí cabía la posibilidad de un alquiler. ¿O era la casa de un matrimonio amigo y yo la había usurpado sin consideración alguna? En fin, antes o después saldría de mi ignorancia. Terminé por no darle importancia. Debía abandonar cuanto antes la vivienda y abordar asuntos concernientes al fallecimiento de mi padre.
Pero aún había algo que me parecía más enigmático. ¿Quién había llevado a cabo el peso de su enfermedad y quién estuvo con él en el fallecimiento? «La ropa se la llevó la señora que lo cuidaba, se llamaba María», recordé de nuevo las palabras de la enfermera. ¿En manos de qué persona recayeron los cuidados? ¿En las de esa tal María? Y por fin lo más desconcertante: si a mi padre le descubrieron una leucemia hacía un par de meses, como me explicaron en el hospital, ¿por qué no me había dado noticias de ello? Qué difícil parecía en ese momento esclarecer tanta duda. De nuevo, como otras veces me pasara desde que salí de Canadá, se me aparecía el fantasma de la tal María.
En esta maraña de conjeturas andaba yo cuando me sobresalté con el timbre de la puerta. Fue un ding dong demasiado alto e inesperado. Del susto, descrucé las piernas como si de ellas hubiera tirado un muelle y el corazón se me aceleró como un cohete. No pregunté quién era y guardé un silencio tan riguroso que hasta me costaba respirar. No dejaba de mirar a la puerta con intensidad, como si fuera posible averiguar a través de ella quién había pulsado el timbre. Medio minuto después, volvieron a llamar; justo cuando ya estaba decidido a abrir. Me acerqué entonces y pregunté quién era.
—La señora de la limpieza —oí decir desde el descansillo de la escalera.
Abrí con una mezcla de prevención y curiosidad.
2
Aquella, fue la primera vez que la vi.
Antes de nada, me saludó con una cortesía casi reverente, inclinó ligeramente la cabeza y sonrió algo forzada. Por su vestido, supe que era la mujer que había visto en la cafetería. No tendría menos de sesenta años. Me quedé en la puerta sin saber qué decir, o mejor dicho, me retiré a un lado para no obstaculizarle el paso. Esperé a que ella reaccionara. Si era, como decía, la señora de la limpieza, conocería mejor que yo cualquier asunto relacionado con aquella casa, y por tanto la dejé entrar para que se pusiera en faena por sí misma.
—Con su permiso —dijo mientras avanzaba camino a la cocina como si tal cosa.
Paralizado, como un pasmarote todavía en la puerta, la vi entrar al cuartito contiguo a la cocina del que yo había salido disparado hacía un momento. De allí sacó un guardapolvo gris que se lo colocó casi con el mismo ritual con que un sacerdote se coloca la ropa de misa. Yo la seguía viendo desde la puerta a través de la ventana del office. Me había dejado descolocado y aún lo seguía estando.
Cerré la puerta con suavidad y no supe donde instalarme para no estorbar. Estuve a punto de volver a abrir la puerta y salir por piernas de allí sin esperarme a averiguar nada. Pero en ese momento oí que me decía:
—Perdone que no le haya dado el pésame cuando me ha abierto. Siento mucho lo de Fermín. —Lo dijo desde la puerta de la cocina, con las manos recogidas a la altura del esternón. Le di las gracias. Agachó la cabeza y se metió de nuevo a la cocina. La volví a oír trastear en el armario del tendedero.
En ese momento, algo había cambiado. Ella sabía que yo era hijo del difunto. Y no se extrañó de que estuviera allí. Con más confianza ahora, pero no con la suficiente como para lanzarle tan pronto unas cuantas preguntas, decidí sentarme en el mismo sitio en que había estado y esperé algún acontecimiento, porque no sabía qué hacer exactamente. Y creo que ella tampoco. No se oía en ese momento ningún ruido en la cocina, de modo que quedamos sumidos ambos en un incómodo silencio del que creo que éramos conscientes. Pensé que alguien tendría que romperlo y pasar a la acción. Pero de sopetón, apareció de nuevo por la puerta de la cocina.
Comenzó a limpiar el apartamento. Lo hacía en silencio monacal, con movimientos rutinarios, lentos y cuidadosos. La espiaba de reojo y la dejé hacer lo que con toda seguridad habría hecho muchas veces anteriormente. Yo estaba más pendiente de ella que de cualquier otra cosa, aunque aparentara leer el contenido de la carpeta que tenía en ese momento sobre las rodillas.
De improviso, cuando ya no esperaba ni una sola palabra más de la mujer muda, se volvió hacia mí y me dijo:
—Estaba muy a gusto hace un rato mirando el mar. —Me quedé callado. No sabía si se refería a ella o a mí. Pero unos instantes después, le dije:
—Ah, se refiere a mí, claro. La verdad es que este apartamento tiene unas vistas preciosas. ¿Me vio usted en el balcón?
No me contestó. Supuse que sí. Di por hecho que, en efecto, nuestras miradas se habían cruzado un rato antes y que además se había quedado mirándome fija desde su asiento en la terraza de la cafetería. Y supuse que cada vez que venía a limpiar se tomaba un café antes de subir.
—A Fermín le encantaba pasarse las horas muertas mirando el mar, por eso se compró este apartamento y no otro.
Al oírla decir eso, repasé con la mirada cuanto me rodeaba, era como si quisiera tomar nota de todo lo que había estado viendo antes, para permitirme afirmar: ¡ah, pues es verdad, no me había dado cuenta de que este apartamento es de mi padre! Me levanté del sofá, y sin moverme de mi sitio me atreví a preguntarle.
—¿Desde cuándo es este apartamento de mi padre?
Volvió la cabeza con gesto de extrañeza. Tenía el entrecejo arrugado. Parecía preguntarme, ¿estás de broma? Sin embargo, dijo como si hablara para sí misma:
—Nunca llegué a entender por qué Fermín mantenía los secretos con tanta firmeza. —Negando con la cabeza, se volvió para seguir pasando el paño del polvo, pero no llegó a volverse del todo, y mientras me buscaba de nuevo la mirada, dijo—: Por su pregunta deduzco que no sabía que este apartamento existía. Lo compró hace seis años. Dejé las llaves en el hospital para que pudiera alojarse aquí a su llegada. Qué torpe fui, mira que no dejarle una nota. La tonta de la enfermera de planta no le explicaría nada de lo que le encargué. Tal vez cambió de turno.
Empezaba a entender algunas cosas. El ambiente parecía distenderse y consideré que era momento de seguir el interrogatorio. La mujer me empezaba a dar la información que necesitaba para situarme tras la muerte de mi padre.
—¿Viene a limpiar desde hace mucho?
—Mucho. Desde que Fermín se vino a vivir Estepona y compró este apartamento.
—Es curioso, yo creí que mi padre seguía viviendo en Málaga y que a Estepona venía sólo de vacaciones.
—¿De vacaciones? Este Fermín… Aquí arraiga cualquier forastero sin tardar mucho. A mí me pasó. No sé que tiene este pueblo, porque quien viene no se vuelve a ir, y sin embargo no le ves nada especial que te ate. Es probable que usted tampoco se vaya.
Me senté. Miré a la mujer con curiosidad durante un rato. Ella seguía de espaldas, con el cuerpo inclinado, pasando el paño por la superficie de la mesa del comedor. Llevaba un pelo cuidado, peinado con una melena corta. Era de un gris algo más claro que el de la bata plomiza, tiraba a blanquinoso. La había oído soltar aquella premonición que no tenía ningún sentido, pronunciada como una inocente maldición más que como una mera hipótesis, y no le di importancia. «Es probable que usted tampoco se vaya». Sin embargo, tenía pensado regresar esa misma semana a Canadá, pero no se lo dije. También pensé que cuando la mujer se fuera, pondría la casa patas arriba para buscar en los cajones y en los armarios, y en cada rincón. Necesitaba hacerme una composición de lugar, y ahora ya era posible; podía poner la casa del revés sin que nadie pusiera objeciones.
Debía buscar las escrituras del apartamento. Tenía que moverme rápido. No disponía de muchos días, pues la situación que me encontré era tan distinta a lo esperado que me dio por pensar en que me faltaría tiempo antes de tomar el avión de vuelta. Había llegado preparado para ver un padre enfermo, tal vez muy enfermo, pero en ningún caso muerto.
Si como me informó la señora, mi padre había vivido en Estepona, debería de ser titular de una cuenta corriente o plan de pensiones. De igual modo, debió de hacer testamento: su muerte no se debió a un accidente, sabía que iba a morir y lo más probable es que acudiera también a un notario del pueblo. Además debía acudir al Registro Civil y visitar su tumba en el cementerio. Por supuesto, una vez zanjados los imprevistos, no me daría tiempo a encariñarme de nadie ni de nada. Partiría a reencontrarme con Lupe. Volvería a Canadá.
—Siento que no llegara al entierro. O mejor dicho, a despedirse de Fermín. A él le dolía tenerlo tan lejos, le echaba de menos.
Ella seguía hablándome como si lo hiciera con los muebles, con un tono indiferente, frio, sin ninguna expresión que delatara sus sentimientos mientras me hablaba, llegó incluso a salir a la terraza para sacudir el trapo del polvo a mitad de conversación, sin esperar a oír lo que yo fuera a contestarle.
Al volver a entrar, le dije:
—Vaya, según veo, usted y mi padre no tenían secretos. —Me di cuenta de que aquellas palabras me habían salido con algo de retintín. Aunque también con cierta carga de comprensión, sin ánimo de molestarla. Incluso se lo dije con un punto de aprobación y agradecimiento al suponer que había resultado ser una buena compañía en la soledad que vivió mi padre en esa casa, en ese pueblo y con una mala enfermedad.
Unos segundos después, se volvió por primera vez hacia mí con decisión, y fue cuando vi con detalle el rostro en que hasta ahora no había reparado. Para la edad que le suponía no tenía apagada la mirada, eran ojos alegres, llenos de vida y con algo que no terminaba de descubrir desde la distancia.
—Fermín me apreciaba, eso es todo —me lo dijo con sequedad.
—Espero no haberla molestado con mi comentario. —No me contestó, y simplemente se quedó mirando la carpeta negra sobre el sofá. Como arrastrado por la mirada de la mujer, también llevé mi vista a la carpeta y dos segundos después busqué de nuevo su cara, pero ya estaba otra vez en sus quehaceres.
Me levanté a poner un poco de música para que llenara el vacío que había entre aquella mujer y yo. Encontré un vinilo de Ella Fitzgerald y lo puse. Lo mantuve con un volumen susurrante y volví a sentarse. Ahora la mujer estaba en la cocina. La oía trajinar con los cacharros, recolocándolos. Supuse que solo los movía de aquí para allá, haciendo ruido con ellos como para demostrar que estaba muy atareada. Eso pensé, porque nadie había usado ningún utensilio, ni siquiera una taza de desayuno, que yo supiera. La oí abrir el grifo varias veces y me convencí de que estaba en la cocina por estar, tal vez por alejarse de mí y zanjar así la escueta conversación iniciada, que pudo haberle resultado incómoda.
Por fin decidió salir de la cocina. Una vez fuera, se paró secamente junto a la puerta, en donde quedó enmarcada por el dintel de medio punto y las jambas, me pareció entonces una imagen sagrada en la hornacina de una capilla. Desde allí me observó sin prisas, ceñuda, y sin embargo con media sonrisa. Me encontró sentado en un extremo del sofá con las piernas cruzadas y la carpeta sobre las rodillas. Me estaba mirando como se mira un cuadro que gusta. Yo seguía sin encontrar concentración para iniciar la lectura. Sin más contemplaciones volvió a la cocina. La oí de nuevo trastear y a los tres o cuatro minutos volvió a salir.
Se acercó despacio. Con cuidado. Llevaba en una mano un vaso con alguna bebida y en la otra un posavasos, ambas cosas como un conjunto inseparable, de forma que parecía traer un pajarito encontrado en la terraza, recién caído del nido. Miré el vaso y luego levanté la cabeza hasta el rostro de la mujer y descubrí en ese momento la extraordinaria diferencia de color entre ambos ojos: uno, azulverdegrisáceo y el otro, castañoclaroverdoso. Y en esa proximidad le descubrí también unas líneas de edad como el armazón sutil de un abanico. Me miraba ahora con una cualidad que califiqué de amor materno. Los ojos hablaban solos, pero no supe interpretarlos.
—¿Y esto? —Le pregunté.
—Me recordaste a Fermín y pensé que tal vez a ti también te gustaría uno de estos, como a él. —Por primera vez me llamaba de tú— ¿Quieres agua? Él lo tomaba así, a secas y a estas horas de la mañana. —Y me señaló el vaso de güisqui con los ojos bicolor.
Yo no bebía a diario. Mientras la asistenta se retiraba contemplé el vaso sin demasiadas ganas de darle un trago, y al levantar la cabeza, mientras se alejaba, le dije como si le estuviera hablando a su espalda:
—Todavía no sé su nombre.
Ella se volvió para contestarme. Titubeó. Respiró hondo con las manos enlazadas bajo el pecho y la boca entreabierta, cerró los ojos tres o cuatro segundos, y me dijo con un ligero temblor en la voz:
—Soy María.
Me quedé atónito. Debió de verme el gesto petrificado, como el de alguien que pretende poner en orden su mente a toda prisa. Me incorporé y di dos pasos hacia ella. Aún llevaba la carpeta en la mano. A mi lado, parecía aún mucho más menuda, delgada. La noté en ese momento amilanada ante mi estatura, mi proximidad y mi mirada inquisitiva.
—¿Fue usted quien llamó a Canadá?
Ella lo afirmó con la cabeza.
—¿Y por qué no me lo dijo antes? ¿Le encargó mi padre que lo hiciera?
—Sí. Él me dio el número de teléfono y te llamé desde el que tienes ahí. —Giré la cabeza y me percaté por primera vez de la existencia de un teléfono fijo en la casa.
—María… ¡Así que es usted María! —Lo afirmé como se afirma un descubrimiento repentino, con sorpresa. No le dije nada más. Busqué desde la distancia la foto del estante y fui a por ella. La tomé y me acerqué a la señora. Le dije—: La que está junto a mi padre es usted, ¿verdad? —Ella lo afirmó con la cabeza y esperó mi reacción.
—Por qué no se quita el guardapolvos y se sienta conmigo en el sofá. Me gustaría que me dijera quién es usted con exactitud, María.
SINOPSIS
León recibe la noticia de que su padre está a punto de morir. Viajará con urgencia a España desde Canadá, en donde se encuentra trabajando como médico. Nadie le ha dicho por qué está a punto de morir, ni por qué razón se halla ingresado en un hospital apartado del lugar en el que siempre ha residido. Desconoce también quién hizo la llamada.
Al llegar a España, León descubre aspectos insólitos de la vida de su padre que le atañen incluso a él mismo. Su estancia en España se convertirá en la azarosa búsqueda de una misteriosa persona de quien incluso desconoce su identidad. Había sido una búsqueda iniciada por su padre pero inconclusa por su fallecimiento. León se siente obligado a seguir con ella.
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