Uno, vaya y pase. Pero tres!!!

Uno, vaya y pase. Pero tres!!!

Te cuento, todo empezó un sábado por la mañana cuando emprendí ese viaje compartido. La empresa pasaba a buscarnos por cada domicilio.

´Seríamos  cuatro pasajeros y el conductor.

Fui la primera. Me senté detrás, tranquila, con la vista puesta en el horizonte.

Luego subió un muchacho de no más de veinte años que se sentó a mi lado; pálido como un mármol, pero cuando el coche aceleraba un poco, su cara se volvía del color de una ensalada de repollo morado. El pobre intentaba respirar profundo, pero no lo conseguía. A los diez minutos de viaje, ya tenía una bolsa en las manos. «Por si acaso», dijo. Pero yo sabía que ese «por si acaso» era más un «en cualquier momento».

El tercero, un señor gordo, enorme, que se sentó al lado del chico. Cada vez que se movía, el coche crujía, y yo rezaba porque el cinturón de seguridad del hombre aguantara el embate de la gravedad. El muchacho, ya no sabía si su malestar venía del mareo o de estar atrapado por aquella muralla de carne humana.

El asiento junto al conductor, había sido reservado para una señora mayor, que no oía ni su propia respiración. «¿A dónde vamos?», preguntaba cada dos minutos, como si acabáramos de subir al coche. El chofer, paciente, le repetía con una voz que se iba apagando más y más: «¡A la costa, señora, a la costa!». Y ella respondía: «¡¿Cómo dice?!». Y así, una y otra vez. Pero lo peor no era eso. Lo peor venía en forma de un aroma inconfundible que flotaba en el aire como un fantasma silencioso pero devastador. Aquella simpática señora tenía una flatulencia incontrolable.

El aire acondicionado impedía abrir las ventanas, y el frasco entero de perfume que disimuladamente roseé era insuficiente, es más, parecía reforzar la pestilencia.

En medio de este caos, el conductor, trataba de mantener la calma mientras esquivaba curvas y baches como un piloto de Fórmula 1; lo que hizo que el muchacho a mi lado, ahí, en plena curva cerrada, dejara que la bolsa cumpliera su propósito.

El señor gordo, que para ese punto ya se había apoderado de dos tercios del asiento, se movía y refunfuñaba, como intentando escapar.

Finalmente, después de lo que parecieron horas de comedia involuntaria, llegamos a nuestro destino.

Bajé del coche con las piernas entumecidas, la risa contenida y una historia que ninguno olvidará.

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