Las cinco de la tarde están a punto de dar. Ya he limpiado el coche, llenado el maletero con mis bolsos y ahora voy a repostar. En el parking del Berceo, Paco, Miguel y Clara, a ver si pronto los veo, a mi viaje hacia Gijón se van a sumar. Cuatro horas de carretera, risas y confidencias seguro que vamos a disfrutar.
Pero camino del surtidor, en lo más hondo de mi interior, algo se va gestando; serán los nervios, serán las prisas… ¿será que me estoy cagando? La fabada, la empanada y el medio litro de Fanta, en el interior de mi barriga están de fiesta pagana.
Como puedo me contengo estas ganas de explotar, mientras los litros de diésel caen, hasta que el depósito hacen rebosar. Vaya apuro, no me concentro, mientras aprieto mis cachetes para retener lo que hay dentro, ni siquiera los billetes para pagar encuentro. Efectuada ya por fin la obligada transacción, de nuevo en el coche me siento, conteniendo el apretón.
Buf qué alivio, qué descanso, parece que ya pasó, mis intestinos me dicen que el primer asalto acabó. Bastante más relajado y sin esa amarga sensación, escribo a mis tres pasajeros: en cinco minutos llego, el de blablacar sí, soy yo.
Llego ya al aparcamiento, atravieso la caseta de entrada y con un sobresalto espantoso, sin avisar ni nada, en el silencio más absoluto, sale la primera bocanada. Casi desmayado y a tientas, le doy abajo a la ventana, para que el aire que entra por ella, se lleve el pestazo a vaca. Míralos, pobres ilusos, cómo saludan con la mano levantada, ni se imaginan lo que al entrar les espera a Paco a Miguel y a Clara.
Y ésta amigos es la historia, que estando cerca de Halloween, bien podría ser de miedo, y en cierto modo lo era, aunque su protagonista fue un pedo, que en aquel viaje hasta Gijón fue mi cuarto pasajero.
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