Siempre me he preguntado de dónde viene el nombre de Valdeacederas. Es la parada que uso a diario y como de costumbre, me entretengo desencriptando los topónimos de mi barrio, imaginando que todo nombre tiene su razón de ser.

Un buen día durante un trayecto de Blablacar a Valencia obtuve mi respuesta. Ya me había sentado en el asiento del copiloto cuando un chico se me acercó pidiéndome el favor de que le cediese el asiento, puesto que él solía marearse. Nos pusimos a hablar, y me contó que él había nacido en el barrio de Tetuán y que las acederas eran un tipo de planta que solía abundar en esta zona, antes de que el entramado urbanístico la devorase por completo. Él era botánico y un apasionado de las plantas, decía que tenían mucho más derecho que nosotros a habitar este planeta y que siempre las había envidiado porque ellas no pagaban un alquiler desorbitado.

Terminó convirtiéndose en mi pareja, pero al cabo de los años descubrimos que nuestros proyectos de vida eran muy distintos; él siempre había querido echar raíces en el barrio, comprarse una casa y llevar una vida sencilla; sin embargo yo tenía ansias por viajar, conocer el mundo, y huir del inexorable bullicio de la vida en Madrid. Así que nos separamos, dejé mi trabajo y me compré un billete solo de ida a Japón. Ya había viajado mucho cuando me invadió un sentimiento de nostalgia; me preocupaba estar echando tanto de menos aquel barrio, Valdeacederas, aquella vida rutinaria y estresante, y a él.

Regresé a Madrid unos años después,decidido a retomar mi carrera en una empresa que me había contratado para un puesto fijo. Resistí durante unos días la tentación de visitar el Jardín Botánico pero finalmente una tarde de octubre me dispuse a ir. Cuando entré, me acerqué al que solía ser su estudio, abrí la puerta con cuidado y eché un vistazo a su interior; no había nadie pero entonces la vi. Encima de su escritorio había una solitaria acedera dentro de una enorme maceta. Enseguida supe, por la textura de sus hojas manchadas de índigo, que se trataba de él. Me despedí y salí del jardín, recordando que todo aquello había surgido a raíz de un inesperado viaje en Blablacar. Cerré la puerta del estudio con cuidado, alegrándome mucho al saber que ambos habíamos encontrado nuestro camino.

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