Joder, dijo cuando puso mi maleta vacía en el maletero.
Entramos en el coche y seguí recordando los eventos de esa mañana.
Llorar en el suelo de la estación sur de autobuses. La policía
pidiéndome sentarme en la sala de espera. Rogar en la ventanilla cambiar
mi billete por el siguiente. “No eres la primera que ha perdido el
autobús.” Así encontré a Miguel Angel de BlablaCar, 53, con una foto
borrosa y ninguna reseña. Son lentejas y me las comí.

Puso el coche en marcha y empezamos a hablar.

—¿Es tu primera vez en Jerez?

—No, viví allí el año pasado.

—¿Y por qué vuelves?

—Por las cosas que dejé. Mis recuerdos.

    Me ofreció una bolsa de chocolates donde aún se encontraban sus dedos, la rechacé.

    Pasó una hora haciendo círculos por el centro de Madrid.
    Ofrecí buscar las direcciones en Google Maps, pero prefería preguntar a
    los peatones, quizás para tener contacto humano o para verificar la
    solidaridad de los desconocidos.

    Cogimos por fin la carretera, una vez que yo averigüé cuál
    salida tomar. Soltó un ¡OH! cuando se percató que ya la habíamos pasado
    muchas veces.

    —Ahora tienes que tomar la Avenida de la Paz.

    —¡Qué va!, la Avenida de Andalucía.

    —Pero son treinta minutos más.

    —Venga, seguimos pa’llá.

      Así empezó el viaje más largo de mi vida. Todo eso para hacer una cosa: volver.

      “Estamos en Castilla-La Mancha,” anunció. Me perdí en los
      paisajes mientras viajábamos rapidísimo. Serpenteábamos entre los
      camiones, yo agarrada a la orilla de la silla. Vi el velocímetro yendo a
      150, 160… 170 km/h. Oí un sonido agudo. “Qué es eso?” pregunté.
      Desaceleró y dijo, “Es por el radar, que pesada.”

      “Todavía estamos en Castilla.” Vimos las ruinas donde
      prosperaron las cooperativas y los cortijos cuando los pueblos eran
      autónomos. Monumentos de una vida que ya no existe, como la que tenía en
      Jerez, a la cuál nunca volveré. Aunque…

      Aquí estoy. Andalucía. Tio Pepe. El cielo azul que se
      extiende al infinito. Desde su móvil empezó a tocar la canción de la
      película que ví cuando despegué de Canadá para llegar aquí. Un dulce recuerdo…

      Saqué mi maleta del maletero y nos despedimos.

      —Gracias por todo.

      —Nada, hija. Avísame para cualquier cosa, estás sola en Madrid entonces, llámame, ¿vale?

      —Vale.

        “Que viaje largo, ¡madre mía!” y se fue. Sonrié y miré la fuente, monumento del pasado… Y lloro otra vez.

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