Me aferro a la mochila, arrebujándome en el abrigo. La lluvia resbala sobre la cornisa empapándome el pelo, mientras un sedán azul dobla la esquina a estas horas intempestivas de la mañana. El frío de Zaragoza empaña los cristales cuando una pareja, encantadora y exhausta, me ayuda a acomodar mi equipaje en el maletero. Otro compañero de viaje sonríe desde el asiento trasero, con esa sonrisa traviesa y desdentada que solo poseen aquellos cuya energía les roba a sus padres el sueño. Al ritmo de “En el auto de papá” y otros clásicos emprendemos el trayecto a través del valle aragonés, dirección centro. Es solo la primera etapa del largo viaje, mas gracias al coche que ahora comparto voy quemando los kilómetros que nos separan. La familia agradece el ahorro para biberones en lugar de gasolina, y yo agradezco su compañía en forma de distracción. Impidiéndome pensar en el mapa que dibuja tu sonrisa.
Cuando la capital se anuncia entre pitos y bocinas es casi mediodía. Me despido con un abrazo, segura de que algún día nuestros caminos (o carreteras) se volverán a cruzar. Apenas tengo tiempo de ubicarme en el ruido metropolitano cuando desde una monovolumen me atraen con gestos. Desde el interior cuatro jóvenes me devuelven la mirada, pletóricos y exaltados. Mis acompañantes son también estudiantes, con ganas y sin dinero, deseosos de respirar el aire de las montañas asturianas. El Rock&Roll resuena mientras las ventanillas bajadas ambientan un videoclip improvisado cuya alegría evita que repare en que te añoro, en que el viaje es largo. Impidiéndome pensar en la alegría que te llevaste contigo, al marcharte con tus abrazos.
Último trayecto, la melancolía me aprisiona, ya inevitable. El pequeño escarabajo en el que ahora viajo recorre veloz las curvas costeras, con la brisa marina pintando de salitre el capó. Su conductor padece de mi mismo ánimo decaído, aligerando parte de su peso al compartirlo. No mucha gente levanta el polvo de este camino, quizás compartamos destino. Este destino.
Tras casi 1000 kilómetros estoy aquí, en “el fin de la tierra”, tan lejos de mí y de mi ahora. Donde no llegan autobuses ni trenes, dónde Maps no funciona y solo los autóctonos nos sabemos ubicar. Donde solo una piedra marca que vivimos. Coloco las flores que siete extraños han traído conmigo para ti, abuelo, para venir a verte. Los kilómetros no significan nada, gracias a las personas que comparten el camino.
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