Laura me ha dado un ultimátum y voy a tener que viajar a Logroño este fin de semana. No es normal que unos novios que ya han fijado la fecha de la boda estén tanto tiempo sin verse, me dice.
—¿No habrá otra? ¿Verdad? —me pregunta.
No me he atrevido a decirle que tengo fiebre y que toso mucho. Tampoco me he atrevido a decirle que han vuelto a cambiarme el turno del almacén, ni que los trenes están completos, ni que en ALSA tampoco tienen plaza; solo les queda un asiento libre para la vuelta. Ya estoy imaginándome a Laura: «¿ves? eso te pasa por dejar las cosas para última hora». Al final he mandado un mensaje al grupo de WhatsApp con los colegas y me ha respondido Quique: «¿Has mirado en BlaBlaCar?».
Ahora estoy sentado en el asiento del copiloto de un SEAT Arona de color rojo. Conduce Tamara. Dos con nueve sobre tres en habilidades de conducción. Nivel de experiencia «embajador». Me ha citado en Plaza de Castilla. Ella viaja a Vitoria, pero me va a dejar primero en Logroño. Tamara mira hacia el frente cuando hablamos. Lleva el pelo castaño recogido en una coleta y un tatuaje con una salamandra en el tobillo. Huele a almendras. Me fijo en la pelusa de su nuca y en sus labios. Le digo que nunca he viajado en BlaBlaCar y estoy a punto de preguntarle si sus labios son naturales: nadie nace con esos labios. Ella me dice que puedo poner mi música de Spotify; busco la lista de canciones cuando Laura y yo nos morreamos la primera vez. Me imagino con Tamara en el asiento de atrás del SEAT Arona justo cuando ella me pregunta si me importa que paremos.
—¿Vuelves mañana a Madrid?
—¿Por?
—Puedo recogerte en Logroño por la tarde—me dice Tamara.
Pienso en Laura y en su traje de novia; en las canciones de Spotify. Me vuelvo a fijar en los labios de Tamara, en la pelusa de su nuca y en la salamandra de su tobillo. Y me doy cuenta de que acabo de hacer una bola con el billete de ALSA.
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