Sucedió en un coche, en plena submeseta. Allí germinó su vocación; en un punto equidistante entre las últimas jorobas de la geografía galaica y esa fortificación primigenia de la Naturaleza, guardiana de Madrid por el Norte, llamada Guadarrama. Fue entonces cuando Juan oyó por primera vez los nombres de Bravo, Padilla y Maldonado; botones que le abrieron en su joven cabeza, de sopetón, cual presa desembalsada, las compuertas de la Historia.
El juego de enumerar en voz alta la marca y color de los coches que los adelantaban le había agotado, poco después de pasar Astorga. Mamá, mujer de recursos recreativos inagotables, extrajo de la guantera un mapa, un pequeño bloc y un bolígrafo rojo, desdoblando aquel en toda su magnitud, hasta tapar los rayos de Sol que se filtraban por el parabrisas. El reto era el siguiente: debía poner toda su atención en la vera de la calzada, leer los carteles de un azul que rivalizaba con el limpio cielo y tomar buena nota de los lugares cuya cercanía anunciaban. Así, frente pegada a la ventanilla trasera, pasaron La Bañeza, Valcabado del Páramo, Pobladura del Valle, Villabrázaro, Benavente, Cerecinos de Campos, Villalpando, Urueña y Villardefrades. Cada localidad y su orden en la autopista quedaban grabadas, tanto en la libretilla como en su memoria. Así, hasta que el Renault Clío cogió una salida a mano derecha. Juan escribió VILLALAR DE LOS COMUNEROS en letras encarnadas.
Mamá avisó de que se detendrían a recoger a alguien, un compañero de viaje para lo que restaba de trayecto hasta la capital. Siempre recordaría a Guillermo como su primer maestro del pasado, mucho antes que Maritere, su profesora del instituto. Con destreza narrativa hipnótica, le habló de aquellos señores castellanos, su levantamiento y su lucha infructuosa contra un tal Don Carlos, quién había llegado del extranjero y encerrado a su madre, la Reina, para gobernar él en esa tierra. En aquella ocasión, le costó comprender la medida punitiva: cuando se portaba mal, era mamá la que lo dejaba recluido en su habitación, no al revés. Dejaron a Guillermo frente a la entrada al metro de Moncloa, despidiéndose de Juan con un afectuoso apretón de manos.
Más tarde, en casa de la abuela, Juan se revolvió frustrado entre las sábanas, devanándose el seso: no le había quedado claro si aquel mandamás de otro siglo era español como él, alemán o austríaco. Antes de caer en brazos de Morfeo, resolvió pedirle el móvil a mamá la mañana siguiente; así saldría de dudas.
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