Tres horas y veinticuatro cicatrices

Tres horas y veinticuatro cicatrices

No recuerdo la última vez que viajé en solitario cantando a pleno pulmón alguna de mis listas de Spotify. Soy de una generación marcada por la conciencia ecológica y la precariedad por lo que llevo años compartiendo viajes.

Estos viajes, siempre me han regalado encuentros peculiares. Pasajeros que duermen durante el trayecto, amistades que duran unas horas y amores que duran toda la vida.

Mis pasajeros cuentan historias de libertad.

“El Asturiano” era un hombre menudo y con la mirada audaz. No tardamos en romper el hielo, me confesó que estaba de permiso después de pasar los últimos ocho años en prisión. Su madre lo esperaba en el punto de llegada tras años sin verse. Podía notar su emoción contenida ante un recuerdo tan esperado. Me contaba los recuerdos de su niñez, los sabores de su infancia y aquel arroz con leche que preparaba su madre. Cuando pasé a recogerlo para el viaje de su vuelta, venía con una sonrisa y una tarrina en las manos. Era su madre quien no sólo le había recibido con amor, sino que también había querido agradecerme el favor acercando a su hijo a casa. Entendí que el arroz con leche que saboreé, era el abrazo de una madre, la espera hecha paciencia y el amor que sobrevive a la distancia.

Mi otro pasajero protagonista se llama Josiño. Un hombre del Galicia cuya historia era tan fuerte como su acento. Había sido narcotraficante en los años de bonanza y tras pasar la mitad de su vida encerrado, estrenaba libertad. Lo llevaba al aeropuerto, donde tomaría un vuelo hacia el país que lo esperaba para comenzar una vida nueva. Mientras hablábamos, me di cuenta de que su viaje más difícil era adaptarse a un mundo que se le había escapado y había evolucionado.

Josiño me recordó que la libertad no siempre viene con un manual de instrucciones y que, el primer paso era vencer ese miedo de sentirse fuera de lugar. Mientras lo dejaba en el aeropuerto y le deseaba suerte, pensé que no son solo las prisiones las que nos alejaban del mundo; a veces, nosotros mismos somos las barreras.

Es curioso cómo en estos viajes, donde uno espera solo kilómetros, surgen encuentros que nos dejan pensando. Porque, aunque cada historia es distinta, cada uno de nosotros carga con una libertad ganada, una espera o un intento por volver a casa.

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