Me estoy volviendo cuerdo

Me estoy volviendo cuerdo

«¡Zopenco!»

El rumor quejumbroso de la maldita tartana en la que pasaríamos hacinados las próximas cuatro horas me hacía dudar de mi capacidad auditiva, pero tras criarme en el bar cutre de mis tíos, soy capaz de reconocer un insulto, aunque venga de una muchacha con voz de pito.

«¡Odio tu nombre!»

«¿Pegdona

«¡Gabacho!»

El conductor por fin saltó a escena: «¡Eso, eso! ¡Bien dicho!»

De las abundantes opciones para volver a Madrid un domingo después de puente, el único que aceptó desviarse para recogerme fue semejante colgado. Claro que, el abanico se reduce si descartas de antemano los viajes de más de veinte pavos. Así que decidí optar por el tipo de la foto con chaqueta militar y bandera de España de fondo. No me sorprendieron los siguientes cincuenta minutos explicando por qué François (el único cuyo nombre recuerdo) debería haberse quedado al otro lado de los Pirineos. Nadie se atrevió a contradecirle; sus dos metros y su historia sobre una baja médica de larga duración cuyos motivos no concretó, probablemente contribuyeron. Empecé a cuestionarme cómo había acabado Yo en ese coche con gente de esa calaña: el francés apocado, la ratilla faltosa y el maníaco ibérico.

«¡Cógelo palurdo!»

El agudo chillido cortó en seco la interminable perorata y nos alertó de que el teléfono de François estaba sonando. Unos segundos después, el pobre desgraciado rompió a llorar. Viajaba a Madrid a visitar a su prometida, la misma que le acababa de dejar por teléfono.

«¡Cornudo!» espetó la ratilla. «¡Macizo, buenorro!» eso ya no nos lo esperábamos.

«Bro, las mujeres son todas iguales» el maníaco completó el certificado de cuñado premium. «¡Vamos a partirle las piernas al pringao que se la esté tirando!»

El cambio repentino me descolocó. El hombre al que llevaban vilipendiando todo el trayecto se convirtió en el personaje más popular. La ratilla parecía prendada de su acento y vulnerabilidad, y sus salidas de tono picantes se tornaron en abiertas obscenidades, sirviéndose de su síndrome de Tourette como excusa para acabar invitando a François a su hotel. El francés, venido arriba, aceptó la oferta del gigante maníaco, ofreciéndole un trabajito al margen de la ley que podría compaginar con su baja. Y yo, el único del coche que seguía solo y sin curro, entendí una valiosa lección: cuando viajes, nunca juzgues a tus compañeros de aventura; para ellos, tú eres el rarito.

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