Como todo viaje compartido, esta historia comienza en la recogida de pasajeros. Quedamos frente al Hotel Luna de Granada, donde, diez minutos antes de lo acordado, ya me esperaba mi acompañante.
Guillermo, un muchacho de 25 años, super trajeado, era comercial y traía consigo una caja gigantesca de madera que se rehusó a dejar en el maletero con el resto de equipaje.
“Un producto como el mío no puede viajar en cualquier sitio”, decía mientras se acomodaba la caja entre sus piernas en el asiento delantero. En cuanto nos pusimos en marcha, comenzó a hablar de su última invención: una cafetera portátil que prometía cambiar el mundo del café.
— ¿Sabías que esta cafetera puede hacer el mejor espresso en menos de un minuto? —me dijo con una sonrisa de vendedor.
Decidí jugar un poco con él.
—¡Impresionante! ¿Y hace también los deberes?
Guillermo se rió, pero su entusiasmo era inquebrantable. Se ajustó la corbata y empezó a darme una lección sobre los diferentes tipos de café.
Me narró toda la historia sobre esta bebida, su producción y la tecnología que empleaba su máquina. Solo le faltaba hacerme un café, algo impensable de hacer en un coche en marcha, salvo para alguien como él.
— ¿Te gustaría ver cómo funciona?
No tuve más remedio que asentir. Sacó la cafetera de la caja y, con una confianza que rayaba en la locura, introdujo una cápsula y presionó el botón. En un instante, un sonido ensordecedor “PSSSSSSSSSSSSSS” BOOM! Había olvidado cerrar la tapa. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos empapados. El coche, el asiento, y yo, lucíamos como si hubiéramos pasado por una batalla de café.
—¡Esto es publicidad creativa! —exclamé entre risas mientras él se ruborizaba.
Sin más remedio, tuve que parar en la gasolinera más cercana.
La verdad que no iba con prisa y lo tomé con bastante humor, Guillermo se convirtió en el héroe del desastre al que no dejé de picar con su increíble «demostración», mientras limpiábamos el coche.
En aquel viaje está claro que no me vendió ninguna cafetera, no sé si le iría mejor por Barcelona, pero lo que sé es que las cuatro últimas horas del viaje las hicimos con las ventanillas abiertas, ya que el olor era imposible de sacar.
Todavía hoy, un año después, cuando subo al coche sigo oliendo ese particular viaje.
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