En el año 2350 todo el mundo volaba. O, al menos, todo el que se preciara de tener buen gusto. El cielo estaba repleto de aerocoches que desafiaban la gravedad con sus líneas elegantes y sus motores cuánticos. Era, simplemente, la norma. O eso pensaban Estela, Gerardo y Vicky cuando reservaron su viaje a través de BlaBlaCar.
—¿Eso es un coche con ruedas? —preguntó Vicky, que no recordaba haber visto uno desde los libros de historia de su abuelo.
—Debe ser una broma de la app. Seguramente se transforma en aerocoche en cuanto arranca —dijo Gerardo.
Diez minutos después, estaban atrapados en un atasco de lo más analógico.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Vicky, tapándose los oídos.
—Es el motor —respondió el conductor, un anciano con bigote espagueti y sombrero que parecía sacado de otro siglo—. El rugido de la mecánica clásica, chicos. ¡Una reliquia! ¡Todo manual!
—¿Manual? —Gerardo veía cómo los coches voladores les pasaban por encima a velocidad de vértigo—. ¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Unas tres horas —sonrió el piloto.
Tres horas. ¡Tres horas! Estela abrió su app para quejarse, pero no encontró la opción de “vehículo que no vuela”, así que refunfuñó frustrada.
—¿Sabéis? —dijo el anciano tras unos minutos de silencio incómodo—. Hay algo que los aerocoches no permiten hacer: disfrutar del paisaje.
Vicky, que llevaba media hora mirando su pantalla holográfica, levantó la cabeza. Se dio cuenta de que nunca había visto un árbol tan cerca. El verde intenso de la naturaleza se extendía por kilómetros. Era relajante.
—Quizá no esté tan mal —dijo, quitándose el visor de realidad aumentada.
—¿Y esas ovejas? ¡Son de verdad! Nada de hologramas —exclamó sorprendido Gerardo.
Cuando llegaron a su destino, la luz dorada del ocaso teñía el cielo. Ninguno de los pasajeros recordaba la última vez que habían presenciado algo tan simple y bello. Habían pasado las últimas horas conversando, riéndose de anécdotas ridículas y disfrutando de la desconexión digital. Habían, por fin, hecho un viaje real.
El conductor, con una sonrisa de oreja a oreja, encendió el coche de nuevo.
—Por cierto, chicos —dijo mientras se alejaba—, vuestro destino está a tres kilómetros hacia el Norte.
—Esto pasa por no leer las reseñas… —bromearon.
Y así, entre risas y el eco del motor del coche perdiéndose en la distancia, comprendieron que lo importante no es llegar volando, sino disfrutar del viaje.
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