Ligo el motor. Renace como siempre el gusanillo de la incertidumbre, y eso que llevo cientos de viajes. “Confía”, me dice el corazón. Y yo confío. Igual que aquella viuda de ojos saltones, que se había casado cinco veces y seguía creyendo en el amor. Como aquel sacerdote de sonrisa alegre, que se apeó en un páramo tan yermo, que creí que nunca se reconciliaría con Dios. Es el azar, me digo, la belleza del camino. Una vez llevé las cenizas de mi abuelo, nacido en Cuba, junto a un cubano que iba a visitar a su abuelo. He cruzado los montes de Asturias acompañado de un papagayo. He surcado la España vacía con el depósito lleno. He visto, a través del retrovisor, como dos jóvenes que acababan de conocerse se juraban amistad eterna. Como un mudo se comunicaba con un sordo. Como un argentino no decía nada.
A veces un gesto fugaz basta para entenderse, dichoso sea el trayecto que discurre volando entre las estrellas. Esos benditos vínculos que brotan de repente. Otras veces, ni cinco horas de charla lograrían firmar la paz. Pero se aprende: a escuchar, a callar, a jugar con la mirada.
A todos los he conducido a destino, abogadas de finanzas, médicos de aldeas remotas, opositores a bomberos, amos de casa, estrellas en ciernes. También a ella. El recuerdo de su melena oscura como un chasis, su aroma a lo que podría ser y no fue, ese probable amor imposible. La dejé en una playa de poniente, su inquietante silueta desapareciendo en aquel mar de dunas. No me bañé.
Y de nuevo vuelta a empezar, ese gusanillo ante lo desconocido, cordilleras de molinos de viento, llanuras que dan la vuelta al horizonte, el calor de una charla entre mares de pinos. La compañía. Dos manos que se cruzan, dos risas que se besan, silencios de ruido, vidas que se llenan de otras vidas, viajando juntas, y mi corazón, “confía, confía”.
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