Jamás imaginé una lección semejante, en un ambiente tan inusual como un coche, habitado por cuatro mujeres absolutamente desconocidas.

Viajábamos de Huelva a Almería.

Una oportunidad de estar encerradas en un espacio minúsculo durante un tiempo lo suficientemente largo como para poder aburrirnos hasta el hastío, disfrutar de abrir la mente y aprender de una buena conversación, o simplemente dejar pasar el rato quizá amenizado con algo de música de la radio.

Empezó, tras las presentaciones típicas del primer encuentro en BlaBlaCar, una choquera simpática a compartir, en voz alta, la ilusión de su viaje que realizaba para reencontrarse con sus excompañeros universitarios.

Hablamos todas. Temas diversos. Posturas diferentes. Pero compartíamos algo. Éramos chicas con suerte porque todas, de una u otra forma, habíamos tenido una infancia feliz propiciada por el amor de nuestros padres y educadores. En fin, una y otra vez, de diversas maneras, repetimos que el amor da sentido a la vida y es lo único que te capacita para ser libre y feliz.

Estábamos en éstas cuando, pasado el último pueblo de Sevilla, al margen derecho de la autovía a la vista de todas, una mujer de buen aspecto, vestida un tanto rústica y abrazada a una mochila pequeña, hacía autostop.

Nuestro viaje exclusivo para mujeres, y allí estaba ella. Hablando de gestos de amor, y allí estaba ella. Sentimos compasión. Felisa iba a Santa Fé y nos pillaba de camino.

Una mujer de poca conversación pero de gesto agradable. Continuamos nuestra andadura charlando hasta que, de pronto, Felisa abre su mochila y saca un trozo de queso y un cuchillo jamonero de enormes dimensiones.

Dejamos de respirar. Imaginamos todo. Silencio. Sólo nuestra Felisa preguntó si alguna participaba, insinuando las delicias del queso. Al poco, que se eternizó, usó una servilleta con la que se limpió, envolvió el cuchillo, y guardó todo en su mochila de nuevo.

Llegamos a su destino. Cuando se bajó del coche, sonriendo dijo “gracias”. Recobramos el resuello y, con el pánico irracional al tiempo que lógico que habíamos pasado, decidimos parar en Granada y celebrar con unos piononos la lección de sensatez que nos había regalado la vida. Amar a tiempo y a destiempo, pero con los pies en el suelo.

Jamás imaginé una lección semejante.

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