Busqué por todos los rincones del coche, incluso –aunque fuera ilógico-, debajo de los asientos. Sentí una tremenda ansiedad. Tenía que estar en la gasolinera del desvío a Valencia. Rápidamente giré el volante y deshice mi camino. Debía recuperarla.
Fue un día nefasto. A media mañana me enteré de la muerte de mi buen amigo Joaquín y decidí salir cuanto antes hacia Alcantarilla para asistir a su entierro. Dada mi precaria situación económica tras el divorcio, me di de alta en una plataforma de viajes compartidos, con el ánimo de reducir gastos.
Enseguida recibí la respuesta de una mujer. Se llamaba Ana, como mi ex. Nos citamos a las 19:00 en el Bar Tomás, en la salida de Logroño.
Al llegar la reconocí: impaciente, mirando el reloj, con cara de enfado tras darse cuenta de que compartía viaje conmigo. ¡Mi pesadilla!, pero era lógico, Joaquín tenía amistad con ambos y Ana no conducía.
Al principio, todo fue cordial. Recordamos afligidos momentos únicos con Joaquín. Elogiamos su alegría y optimismo y su fortaleza en la lucha contra la enfermedad. Pero luego empezaron los reproches, uno detrás de otro, sin tregua. Haciéndome sentir culpable por compartir mi vida con otra mujer, aunque nunca le fui infiel.
Aprovechó el paso por Zaragoza para increparme por los viajes que hice de trabajo a esta ciudad. Mientras anochecía, su tono de voz iba elevándose, los agravios se multiplicaban. Arremetía contra mis padres, hermanos, sobrinos… todo mi entorno era negativo. Entre sorbo y sorbo de Red Bull intentaba digerir sus reprimendas. Se tenía por una mujer sometida.
Tras descansar en el área de servicio, dando un portazo, se tumbó en el asiento trasero y se tapó con una manta.
Reposté en Valencia y continuamos el trayecto en la oscuridad, en una paz absoluta. Mi pulso fue recuperando el ritmo.
El hechizo se rompió al llegar a Alcantarilla. Entendí el silencio. ¡Viajaba solo! Busqué y rebusqué por todos los rincones, con las manos temblorosas. Solo encontré la manta y su móvil. Debió de bajar para ir al servicio mientras yo estaba pagando, sin avisar.
A toda velocidad, angustiado, hiperventilando, logré dar con la gasolinera. Allí estaba, sentada en el suelo, con mala cara y peor pose.
Salí corriendo hacia ella y, de pronto, sentí un gran ardor en la mejilla, tras recibir el bofetón que me propinó. No hubo disculpas. Tampoco reproches.
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