Era la tercera vez que usaba Bla Bla Car. La segunda había tenido que viajar a mi tierra de origen, deprisa y corriendo, después de trabajar un domingo tras doce días consecutivos de turno. Pero esta vez, la tercera quiero decir, fue… ¿Cómo describirlo? Increíble, sorprendente, pero sobre todo, imborrable.
Se llamaba Urko, y resultó que vivía en el mismo pueblo que yo, aunque nunca nos habíamos cruzado. Sin embargo, desde que nos reconocimos mutuamente como conductor y viajera, nos quedamos absolutamente congelados, eso a pesar de los 43º que caían como plomo. Roto el hielo, me subí en su coche (nada de maletero, había ido con lo puesto) e iniciamos viaje.
De fondo, una maravillosa compilación de canciones de cantautor que ahora recuerdo como una especie de banda sonora de mi vida, o de la suya. Y por encima del fondo, silencio. Era ese tipo de silencio compartido que sólo es posible entre dos personas absolutamente conectadas entre sí. Desde el primer instante la compenetración fue total.
Hasta que no me pude aguantar más y tuve que pedirle que, por favor, parara lo antes posible, que con tanto calor me había bebido como tres litros de agua y necesitaba ir al baño con urgencia. Salí tan rápido del coche que tropecé con mi bolso, mal colocado entre las piernas, y casi beso el suelo.
Cuando por fin salí, evidenciando un inmenso alivio, lo vi ahí, de pie, mirándome con esa media sonrisa que aún hoy me hace temblar. Parecía que llevara esperándome toda la vida.
Paré a dos metros de él y nos quedamos mirándonos como si no hubiera más mundo alrededor. Finalmente, fuimos acercándonos el uno al otro hasta fundirnos en un abrazo absolutamente maravilloso, increíble, inolvidable, imborrable.
Nuestra hija se llama Haizea y tiene ya tres años. Y de ahí lo de imborrable.
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