El breve saludo inicial, de una timidez manifiesta, cayó débil, por
pura cortesía, resultado de la brega previa entre alguna fuerza
interior que tiraba en sentido contrario y su voluntad de empezar con
buen pie el trayecto. De inmediato, intuí que mi joven acompañante
de hoy no sería una de esas personas que descorcha la botella de
la conversación nada más sentarse para servirse una copa tras otra
hasta llegar a su destino. Puse música relajante y opté por
mantenerme callado para no incomodarle.
Él se sentó junto
a mí, con un asfixiante aire de angustia que fue creciendo a cada
minuto hasta volverse irrespirable. Permanecía agarrotado, en
silencio, poniendo todo su empeño en mirar por la ventanilla. Era
como si le fuera la vida en fijar su atención en lo que fuera que
estuviera ocurriendo en el exterior. Como si necesitase escapar del
fantasma que había dentro y que yo ignoraba por completo.
Minutos después,
contagiado por el insoportable agobio del muchacho, decidí romper el
hielo para intentar mitigar nuestro sufrimiento:
– Pues parece que
va a llover en Tudela y he olvidado el paraguas en casa – solté
atropelladamente de una tacada liberando la tensión acumulada.
Nada más escuchar
mis palabras, desvió su mirada del cristal hacia mí mientras un
rubor intenso coloreaba sus mejillas. Tardó unos instantes, como si
tuviera miedo de no escoger las palabras correctas, antes de
responder con una voz temblorosa:
– Sí, esos
horribles cumulonimbus no presagian nada bueno.
Le miré de soslayo,
procurando no perder la concentración y sin dejar de agarrar el
volante. El visible rojo de sus mejillas se elevó varios tonos
adquiriendo una vivacidad sanguínea capaz de calentar varios grados
el espacio que nos separaba. No, estaba claro que no le apasionaba
hablar.
Sin embargo, el
efecto de nuestras dos frases quebrando el aire, parecieron tener
propiedades balsámicas. Respiró hondamente, ya más calmado y
continuamos rumbo a Tudela, donde nuestros caminos debían separarse.
Intercambiamos, sin forzar, un par de frases más describiendo la
belleza del sonido de la lluvia que ya había comenzado al impactar
contra el parabrisas, de los cielos cubiertos que impedían el paso
al más mínimo rayo de sol y del olor a tierra empapada que
penetraba por las rejillas de ventilación.
Cuando llegamos,
antes de bajarse, me preguntó:
– ¿Puedo volver
contigo en otra ocasión?
Sin dudarlo un
instante respondí:
– Por favor. Me
encantaría.
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