Despertó en la gasolinera cuando el conductor pronunció su nombre, aunque no respondió porque era el primer día que lo usaba y no estaba acostumbrada. “Mari, ¿necesitas algo?” Al oírlo de nuevo se ruborizó. Parecía un secreto olvidado del que avergonzarse: sabía que aquel nombre siempre estaría asociado al abandono. “No”, dijo.

Su cabeza rodaba del asiento a la ventana como una bola de velcro con la que estuviera jugando un gato. Al chocar, abría los ojos desorientada. Durante unos instantes creía estar sentada junto a Luis. Bastaba un poco de conversación para traerla de vuelta: allí hablaban. Ayer el silencio del coche la hizo temblar. Se bajó exhausta y con una promesa que no rompería.

Buscaba en los recuerdos la rabia que necesitaba para matar las dudas. Descubrió decepcionada que no conseguía enfadarse. Ahora, al pensar en esas tonterías, solo sentía una profunda pereza: su boca cerrada; los golpecitos del cigarro en el cenicero; la radio siempre apagada. Se culpaba de la traición que supuso sacrificar sus sueños de juventud a cambio de una familia horrible; el viaje a la India por un hombre aburrido y un piso en Urgel.

Cuando su marido comenzó a roncar, reservó en BlaBlaCar el primer viaje rumbo a Badajoz con una idea; estrechar la mano del conductor y soltarle: «no me llames Saray, prefiero Mari Ángeles», como su querida Kaíta. Soñaba con perderse en la plaza encalada de aquel documental donde salía ella cantando vestida de negro, y conocerla allí, dando palmas en medio del jolgorio, sin poder decirle que eran tocayas por culpa del jaleo. Pasó la noche en vela tirada junto a Luis.

De nuevo, con la Kaíta, se olvidó del resto. Observaba a sus compañeros de viaje con mucha alegría. Parecía una niña en el chalet de veraneo disfrutando con los primos. Solicitó bajarse antes de llegar: entraría en la ciudad caminando como una peregrina. Al salir, se apoyó en la ventanilla. Faltaba una cosa por decir: “os quiero”. Se marchó sin esperar respuesta, contenta por ese gesto de amor, por esas palabras que se tienen que escuchar siempre en familia. Después lanzó su teléfono a la cuneta.

Sola, con su mochila al hombro, atravesó el campo hacia los edificios altos: a lo lejos se veía Badajoz. Por fin se encontraba en un lugar que reconocía como suyo. Orgullosa y satisfecha como nunca, se dijo: “qué aventura, Mari, qué aventura”.

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