Salí del armario dentro de un coche. Qué contradicción la mía. Fue en mi Ford Fiesta rojo cuando supe por primera vez por qué nunca me había sentido atraída por un chico. No era porque nadie fuera guapo, porque Jaime lo era, y mucho, sino porque a mí me gustaban las mujeres. Pero qué iba a saber yo del amor.

De lunes a jueves iba de Huesca a Zaragoza a estudiar la carrera que me iba a abrir todas las puertas: derecho. La escogí porque mi padre me dijo que si era abogada luego podría sacarme una oposición y a vivir lereles. Las clases eran por la tarde, normalmente a las 16:00. Comía sobre la una y a las dos ya estaba en el Fiesta rojo.

No sé si fue la independencia que te da el coche o el creerme mayor pero jamás me había sentido tan feliz como cuando conducía. En el coche era realmente yo: María Ángeles Mallada Pérez. Ponía la música que quería, normalmente El Canto del Loco o Pereza, hablaba conmigo misma de mis cosas y a veces escuchaba Radio Olé. Era una palomica recién salida del nido.

A los dos meses de haber comenzado la universidad, vi un anuncio en la facultad que ponía: “Busco compartir viaje los martes y jueves de Huesca a Zaragoza”. Y pensé que me vendría genial compartir gastos y tener compañía. Escribí al número que aparecía en el papel y quedamos al siguiente martes.

Llevaba unos vaqueros ajustados, un jersey de lana que le quedaba enorme y una mochila de propaganda. Abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento del copiloto. En ese preciso instante me enteré de que yo era lesbiana. Me había enamorado de esa chica pelirroja llamada Loreto.

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