Fue en La Habana, cuando la vida aún tenía la costumbre de regalarme misterios envueltos en el papel de lo cotidiano. Me dirigía a la barriada de La Víbora, desde el corazón de La Habana Vieja. Paré un taxi justo donde los jardines del Capitolio se desplegaban más verdes. El auto, un Chevrolet norteamericano, probablemente de 1948, parecía un vestigio de otra vida; allí dentro, tres mujeres y yo, el único hombre, iniciamos la travesía.
Era la mañana de un domingo, 8 de marzo de 1981. Y dije: «Felicidades por el Día Internacional de la Mujer». Mis palabras flotaron un instante en el aire antes de que las tres respondieran con una sonrisa y un murmullo de agradecimiento.
Había una joven de unos dieciocho años. Su vestido de minifalda se convirtió en una lucha constante por mantenerse en su sitio, y el rubio de su cabello resplandecía como un sol rebelde en la penumbra del taxi. La segunda mujer era una señora de unos sesenta años, de porte digno, vestida con pantalones y una blusa blanca, y la tercera, de unos cuarenta, exudaba una belleza cautivadora.
A mis veinticinco años, la chica de la minifalda llamó mi atención. «Voy a La Víbora» le dije, y pronuncié una dirección, tratando de iniciar una conversación. Cuál no fue mi asombro, cuando ella dijo, con voz clara, que se dirigía exactamente al mismo lugar, a la misma casa a la que yo iba.
Mi amigo Frank y su familia vivían allí, y ese domingo celebraban el cumpleaños de su hija, quien cumplía seis años. Mayra, así supe que se llamaba la chica de la minifalda; era prima de la homenajeada.
El 17 de noviembre de ese mismo año, Frank se dirigió al Palacio de los Matrimonios en La Habana Vieja, para asistir a mi boda… con Mayra, la chica de la minifalda y los ojos que, desde aquel primer cruce de miradas, no hicieron, sino seducirme cada vez con más intensidad. Creo que mi amigo también viajó en un Chevrolet. No lo recuerdo, hace 50 años.
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