Una vez estuvimos todos montados y acomodados, abrí la ronda de presentaciones.

—Bienvenidos a bordo, soy vuestro conductor Jorge y este finde viajo a Cartagena por negocios.

—Yo soy Agustín —se sumó mi copiloto— y voy de boda.

—Me llamo Alberto y viajo porque se casa un compañero de trabajo.

—Pues os va a sonar raro, pero yo mañana canto en una boda. Soy Pilar, por cierto.

—Todos de boda —constaté—. ¡Qué bonito es el amor!

—¡Qué bonito es el amor cuando se hace! —completó Agustín.

—Entonces no es bonito para mí —provocó Alberto nuestras risas—, porque llevo dos años soltero.

—Yo también llevo mucho sin catarlo —confesé.

—¿Divorciado? —quiso saber Pilar.

—No —le aclaré—. Casado.

—No sufras, hombre —me consoló Alberto cuando se apagaron las risas—. La solución está en tu mano.

—¿Y tú, Pilar? —nos rescató Agustín del socarrón comentario—. ¿Tienes pareja?

—Me hablo desde hace tiempo con un muchacho de mi coro, pero nada serio de momento.

—Yo también hablo con alguien por internet —nos compartió Alberto—. Es de Murcia, así que quizás este finde por fin le sugiera a Olga conocernos en persona.

[…] Cuatro horas después y tras comprobar con sorpresa que todos iban al enlace de Luna y Pedro, nos emplazamos para el viaje de vuelta.

[…]

—¿Cómo fue la boda? —les recibí el domingo.

Se hizo un sospechoso silencio que probé a romper con una broma.

—Quien tenga algo que decir que hable ahora o calle para siempre.

—Esa frase dije yo ayer —intervino Agustín.

—¡Ah, que tú eras el cura! —me sorprendí—. Nunca lo habría dicho después de tu comentario del viernes.

—¡Qué bonito es el amor cuando se hace, cuando se construye!

—Eso tiene sentido —asentí antes de volver a preguntar—. ¿Y quién habló?

—Yo –reconoció Alberto—. Para denunciar que la Luna del altar era mi Olga de internet.

—¡Ay, madre! —intuí el desenlace—. Y se liaría gorda…

—Sí —me confirmó Pilar—, hasta que dos de mi coro se pusieron a cantar.

—La música amansó a las fieras —deduje.

—No precisamente —aclaró Agustín.

—Luna dejó de increparme —explicó Alberto— y Pedro paró de insultarla.

—Mejor así, ¿no? —quise cerciorarme.

—Pues no —me abrió los ojos Pilar—, porque la ira cambió de objetivo.

—¿Y qué cantaron tus amigos? —intenté satisfacer mi curiosidad.

Y entonces, como si estuviera ensayado, los tres me respondieron a coro:

—Ese toro enamorado de la luna…

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