Último vistazo al móvil. Había bajado el precio de su viaje para asegurarse de que alguien se uniera a él, pero nadie reservó. Justo antes de cancelar, recibió un mensaje. Un pasajero, manda una solicitud, con mucha prisa por unirse, parece que el resto de medios de transporte no permitían al pasajero llegar a su destino. Javier acepta y quedan en 10 minutos. Tic-tac.
Un hombre aparece en la esquina acordada, ajustándose la corbata con manos temblorosas. “Hola, soy Mario”, murmuró, evitando la mirada de Javier. Su rostro estaba pálido y sudoroso. “¿Todo bien?”, preguntó Javier, pero Mario solo asintió, inquieto. “¡Vámonos!”, respondió efusivamente Javier. Tic-tac.
La carretera se alargaba ante ellos y el aire en el coche se volvía cada vez más denso. Javier miraba el reloj, cada segundo resonando en su cabeza. Tic-tac. Las palabras de Mario eran escasas, como si cada sílaba le costara. Sin embargo, la ansiedad se adueñaba de Javier, una presión en el pecho que aumentaba con cada curva del camino.
De pronto, el teléfono de Mario vibró. Su cara se descompuso. “Tengo que llegar al hospital, mi mujer. Es urgente”, balbuceó, con voz temblorosa. El tic-tac en la mente de Javier se convirtió en un eco ensordecedor. Miró a su pasajero y vio el pánico reflejado en sus ojos. Sin pensarlo, desvió el rumbo. Tic-tac.
La autopista se transformó en una carretera secundaria, y la luz del sol se desvanecía. Tic-tac. Javier sentía que el tiempo se escurría entre sus dedos. “¿Tienes un cargador?”, preguntó Mario, nervioso. “Sí, un momento”, dijo Javier, sacando su batería portátil. “Tómala”. La sonrisa tímida de Mario iluminó el vehículo. Tic-tac.
A medida que se acercaban al hospital, el tic-tac resonando en sus cabezas se transformó en un susurro. “Gracias, de verdad”, dijo Mario, mirando por la ventana. El temor se desvanecía, y la desesperación se convertía en alivio. “Llegaremos a tiempo”, afirmó Javier.
Detuvieron el coche frente al hospital. Mario bajó rápidamente, el tic-tac del reloj ya no era un grillete, sino un latido que celebraba el momento. El estrés dio paso a una sonrisa compartida, y, por un instante, ambos entendieron el poder de la solidaridad en medio de la urgencia.
3,256 kilogramos tuvieron la culpa de que un padre, sufriera por no perderse uno de los momentos más únicos que puede vivir una persona y cómo este viaje lo hizo posible
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