El procurador monta atrás en el coche compartido. Una mañana más, desde el asiento del copiloto, la peluquera le dedica un escueto saludo. Entonces, como cada día, él piensa en su frialdad y en lo poco que le costaría coger un autobús. Pero en autobús él no podría ver su nuca, ay, ni su pelo de trigo, ni esa mirada ensimismada hacia una carretera que avanza, avanza, avanza…
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La peluquera se despide cuando el vehículo se detiene. «Hasta mañana», sonríe coqueta. «Hasta mañana», responde él. Se trata de un ceremonial escueto sin el que ella no puede vivir. Ella adora su voz grave, su gesto ausente, sus ademanes carentes de empatía. Esas manos grandes con las que el conductor del BlaBlaCar, cada mañana, la invita a salir del coche…
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El conductor regresa a casa. Por un instante maldice su imbecilidad por mantener una ruta tan alejada desde su hogar. En ese punto la radio inicia una prescripción de noticias, un rumor en torno al último escándalo político. No le interesa. Taciturno, reconcentrado en su amor, sólo existe una cosa: ¿por qué? ¿Por qué nunca se atreve a decir nada al guapo procurador que lleva cada mañana?
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