Cuando los tres que habíamos hecho el trayecto de ida nos montamos de nuevo en el auto para emprender la vuelta, hicimos, lo primero, un solemne juramento para no irnos de la lengua y, después, un esfuerzo formidable para que los ojos no se nos fueran por las ventanillas hacia lo hondo de aquel puente que habíamos jurado no volver a mirar. Vano esfuerzo, como era de esperar, pues a los tres nos faltó tiempo para que se nos fueran, no ya los ojos, sino mucho más que eso al pasar, ya casi oscurecido, junto al recodo por el que arrojamos el fardo. Y es que era un no parar. Comenzó nada más arrancar con lo de la operación del yeyuno; después, sin ningún miramiento a la hora de ahorrarnos el más inmundo de los detalles, siguió con lo de la lenta agonía del marido (ya se sabe: las agujas, los cables, los vómitos de sangre); luego, con aquella voz pitona que al llegar a lo más escabroso se tornaba de pronto grave y lejana, como salida de un gran tronco hueco, lo del divorcio del cuñado de la vecina del sobrino y lo del perro de la prima de la suegra de…Y así, sin parar ni para tomar aire, encadenando una cosa con la otra en una interminable retahíla desde que salimos de buena mañana del punto de encuentro hasta —seis, ocho horas después— el recodo a la entrada del susodicho puente en donde, en fin, somos gente de pocas palabras, así que a qué entrar ahora en detalles, más cuando habíamos jurado que de aquello no volveríamos a hablar; pues eso, que todo tiene un límite, y cuando la radio empezó por fin a dar la noticia del desgraciado hallazgo nos miramos sin despegar los labios, como si el asunto no fuera con nosotros. Al bajar en el punto donde habíamos subido nos despedimos encantados de no habernos visto en nuestra vida ni de haber compartido jamás aquel viaje.
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