Nunca olvidaría esa cara. Cuando me monté en aquel coche tan extraño, parecía un entrañable anciano, con un gracioso cardado lleno de canas, que con amabilidad me abrió la puerta. En unos instantes se convirtió en un remedo de un kamikaze, no solo era la velocidad, también la cara, más parecida ahora a un chiflado con greñas. No pronunciaba palabra alguna, solo aceleraba aquella máquina infernal, yo no quería abrir la boca, a pesar de que me hubiera gustado gritar para amortiguar el miedo, presentía que si la abría echaría todo el desayuno que ya lo notaba subir por mi esófago de una forma antinatural. El salpicadero parecía una discoteca, luces con números que no paraban de parpadear.
Estuve todo el trayecto desorientado hasta que de repente el paisaje cambió. Las puertas se abrieron y él me indicó que podía bajarme, sus únicas palabras fueron para decirme que el viaje había sido un éxito. No entendía nada.
Cuando desapareció a la misma velocidad con la que habíamos llegado pensé que tampoco olvidaría ese coche, la marca DeLorean no la volví a ver hasta muchos años después.
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