Aquel día, dentro del coche de mi madre, un Focus gris, miraba impaciente la hora. Las 19:07.

El segundo y último pasajero del Blablacar que había publicado la semana anterior llegaba

tarde. De reojo miré por el retrovisor a la primera pasajera, que miraba por la ventanilla desde

que agotamos todos los temas de los que uno puede hablar en esos viajes: su nombre para

asegurar que recogía a quien debía (Claudia), dónde dejarle al llegar (la estación) y la

temperatura (calor).

Cuando pensaba en llamar al otro pasajero, escuché cómo se abría la puerta trasera. Me giré y

vi al chico ocupar su asiento con una sonrisa de disculpa.

– Miguel, ¿verdad? –preguntó soltando su mochila entre las piernas- Perdona, es que-…

Ya había soltado el teléfono y arrancado el coche cuando me giré para ver qué le había callado

a mitad de frase. Al hacerlo, vi cómo miraba a Claudia con los ojos muy abiertos e inmóvil. Ella

le devolvía una mirada idéntica.

– Joder –acabó soltando él- No había otro viaje, ¿verdad?

Empezaba a preguntarme si se conocían cuando Claudia descongeló el rostro.

– ¿No podría decir lo mismo, idiota? –respondió al vuelo.

Giré la cabeza de nuevo. Sí, se conocían. Los dos callaron al recordar que yo seguía allí.

– Perdona, Miguel, soy Cristian, de Blablacar –me confirmó- Es que Claudia y yo

somos…éramos…da igual. Perdón.

Claudia soltó un bufido mirando por la ventanilla como respuesta. Sin perder más tiempo (y sin

dárselo a ellos para atacarse), arranqué el coche y esperé que el tráfico oyera mis ruegos.

Normalmente no se tarda más de una hora en autovía, así que busqué los cómodos 116 km/h

en cuanto entramos en esta.

A los pocos minutos empezó a atardecer y puse la radio buscando disipar el denso silencio del

coche. En la tercera cadena que sintonicé sonaba una versión de “Algo contigo” de Calamaro

cantada por Rita Payés que siempre me ha gustado.

Cuando pasaron tres minutos de canción, en una parte instrumental, escuché un sonido

distinto al de la radio. Mirando por el retrovisor vi cómo ambos se escondían las sonrisas como

podían. Pero lo que acabó haciéndome sonreír fue ver en el asiento medio sus meñiques

entrelazados.

Ya sea por la música, el atardecer, ese nuevo silencio cómplice o aquel cariño irreprimible y

contagioso; el velocímetro bajó. 110, 100, 90.

Tampoco había tanta prisa

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