Era un coche amplio. Lustroso y cálido en su interior. Su conductor se podía definir de la misma manera: varón de mediana edad, elegante y formal. Todas sus reseñas eran excelentes, a excepción de la de una joven descontenta por no haber observado que el punto de llegada a su destino no se encontraba en el corazón de la ciudad. Rafael era justo lo que esperaba. De no haber sido esa su valoración, no habría optado por él para realizar mi trayecto. Esperamos unos minutos al resto de pasajeros. En el cielo se comenzaba a vislumbrar una neblina, nada fuera de lo común en el invierno granadino. Las predicciones nos auguraban un buen viaje. Todavía quedaban varios días para que la Alpujarra se viese cubierta por un blanco manto, sobre el que pretendía pasar mis ansiadas vacaciones de Navidad junto a mis primos. A los pocos minutos, apurado, llegó Tomás. Emitió una verborrea de disculpas por haberse retrasado y se sentó en el asiento trasero. Mencionó un autobús que había colisionado con una motocicleta impidiendo el paso de varios vehículos, entre ellos el de su padre, que se disponía a acercarle a nuestro punto de encuentro. Sin duda no dimos la importancia que merecía a aquel suceso premonitorio de nuestro aventurado recorrido. Exasperado Rafael intentaba contactar con Magdalena sin éxito. Transcurrían más de quince minutos desde la hora acordada y no daba señales de vida. Aunque intranquilo, determinó que era momento de partir. Pese a haberme situado en el asiento del copiloto, la serpenteada carretera no daba tregua a mi cinetosis, haciendo replantearme a cada segundo el por qué de no haber tomado mi Biodramina. A pocos kilómetros de Bubión esta preocupación se hizo insignificante, pues repentinamente, una espesa niebla inundó el camino dificultando la visión. La tensión se palpaba en el ambiente. Ninguno de los ocupantes del vehículo emitimos sonido alguno. Creo recordar que me concentré en rezar, deseando que al menos por esta vez las predicciones meteorológicas no fallaran. Como podéis imaginar no fue así. La lluvia nos alcanzó. Apenas sin percatarnos la calzada se convirtió en una pista de hielo. Evitaba escuchar esas palabras, pero a día de hoy continúan reverberando en mi mente: NO TENGO CADENAS. El vehículo bailaba por la angosta vía. Intenté aguantar mis sollozos, posiblemente sin éxito. Y súbitamente lo vi, un quitanieves se acercaba a nosotros. La angustia llegaba a su fin.
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