Me subí al coche, sintiéndome bastante incómodo. Había un intenso olor a chicle y sentí algo adentrándose en mí.
El conductor se llamaba Luis.
Nos habíamos dado un apretón de manos al primer abordo.
«Hola, soy René».
Un relámpago de electricidad recorrió mi espina dorsal.
Salimos de la ciudad en un silencio pétreo. La zona de bosques estaba envuelta en una niebla incandescente.
El jazz sonaba, adhiriéndose al velo vaporoso que se extendía entre los árboles. El lánguido gemido de la trompeta me estremeció y sentí una aureola de calor emanando de su cuerpo.
Me sudaban las manos.
Me sentí atrapado en un sueño recurrente. Cada meandro de carretera repetía ese sinfín de árboles abrazados por la neblina.
«¿Vas cómodo?» Su cálida voz me acarició oídos y cuello.
No conseguía entender el poderoso efecto que producía en mí.
Arropado por una extraña sensación de calor, mentí:
«Todo perfecto, gracias».
Un cervatillo cruzó la carretera, aterrado por las luces que lo deslumbraban.
Empecé a sentir pérdida de control, me sentía embriagado. Aun así, me aferré desesperadamente a que algo cambiase por arte de magia.
Y así sucedió. De repente, un alud abundante de lluvia comenzó a bañar la carrocería del coche, inundándolo todo con una suave sensación de caricia. Los colores tornasolados eran de tal belleza que parecíamos rociados con gotas del mismísimo edén.
La niebla se había disipado, lo que nos permitía apreciar la abundancia de verdosas tonalidades, casi fosforescentes, que poblaban el bosque. Creo que vi luciérnagas volando entre los árboles.
Me di cuenta de que ya no nos estábamos moviendo.
Luis había parado el coche a orillas del bosque.
Nos miramos.
Algo en mí se fusionó, magnetizado irresistiblemente hacia su cuerpo.
No me resistí.
Nos besamos, embriagados por la cantinela de la lluvia que, al caer, moldeaba todas las curvas del coche, cuál multitud de manos acariciando. Las sentíamos en nuestros cuerpos jadeantes.
Escuché con toda claridad la tierra bebiéndose la lluvia, sorbiendo cada gota que caía en su cuerpo. La naturaleza afuera exhalaba puro placer.
Nos amamos, desnudos, hechizados por la lluvia que dibujaba tatuajes acuosos sobre nuestros cuerpos febriles.
De pronto, un fuerte sonido me sobresaltó. Abrí los ojos. Estábamos rodeados de tráfico urbano. Sonaron varios cláxones.
El coche volvió a pararse.
«Ya hemos llegado.» «Tremenda siesta la tuya».
Bajé del coche, desorientado.
El sol me bañó el rostro. Pero yo…..estaba empapado.
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