Cierro los ojos y puedo ver ese patio una vez más, amplio y sencillo, con su suelo de tierra marcado por nuestras pisadas. En esa gran casa donde vivíamos, mis hermanos y yo compartíamos el patio con aquellos otros hermanos que la vida nos regaló en forma de primos: Peter, Kildare, Leslie, Diego, Jonathan y la pequeña Celin, quien siempre nos seguía con su paso pequeño y su sonrisa inocente.
Dos árboles frutales eran los guardianes de nuestras aventuras: uno de durazno y otro de guindas. Trepábamos entre sus ramas, escondiéndonos y jugando hasta que la tarde se volvía noche y la luna empezaba a iluminar los contornos del patio. Eran días llenos de risas, desafíos y esa complicidad que solo existe en la infancia.
Una noche, cuando estábamos todos reunidos bajo la luz de una linterna, decidimos contar historias de terror. Peter comenzó, su voz grave hablando de un espíritu que se aparecía en el árbol de durazno. Kildare añadió a la historia, mencionando unos ojos que brillaban en la oscuridad. Nos mirábamos con una mezcla de miedo y emoción, riendo de nervios.
Entonces, mi abuela, que escuchaba desde la puerta, se acercó y nos contó una historia que todavía recuerdo. Habló de un pueblito alejado de la ciudad, donde una familia vivía rodeada de fenómenos extraños: objetos que se movían solos, susurros en la noche. Durante mucho tiempo, la familia intentó entender lo que sucedía, hasta que una noche, alguien reveló la verdad. En aquel lugar habitaba el espíritu de una niña, que había vivido sola y que, más que asustar, solo buscaba compañía. Todo lo que ella quería era alguien con quien jugar.
Nos quedamos en silencio, imaginando a aquella niña. De pronto, cada sombra y cada susurro del viento parecía tener un significado distinto. Nos sentimos observados, aunque también comprendimos lo que era ese deseo de compañía, porque allí, bajo el árbol de duraznos, también éramos niños que solo queríamos jugar y sentirnos juntos.
Esa noche nos acostamos un poco más juntos de lo habitual, temerosos y a la vez sintiendo que, al igual que aquella niña, nunca estaríamos realmente solos. Hoy, al recordar aquellos días, siento que ese patio y aquellos momentos siguen vivos en mi memoria, como una historia que se repite en el eco de nuestra risa y en las sombras de los árboles que aún guardan nuestras pequeñas aventuras y misterios.
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