La dueña del Peugeot 208 nos invitó a subir. Me senté atrás compartiendo fila con un respetuoso pasajero peludo, receptor de caricias, lleno de sonrisas compartidas por su dentadura blanca de inofensivos colmillos. No hubo silencio que romper, ni espacios de mutismo incómodo que llenar. No hizo falta desplegar la mandíbula con afán de encender una charla insustancial. Los tres pasajeros conversamos durante seis horas, escuchados por un cuarto caballero de alta presencia y pocas palabras. Sin empeño a demostrar modales amables, peloteamos historias transversas con naturalidad electrificante. La atmósfera del viaje nos condujo entre testimonios voluntarios y respuestas a preguntas curiosas. El soplido del estruendoso viento andaluz nos hamacó por la ruta que detuvo el tiempo en las cumbres blancas de su Sierra Nevada. Apreciamos el paisaje con entrega devota a la contemplación digna; libre de cualquier desgaste líquido, inmune a convertirse en imagen adueñada por el copyright de autor que lo redujera a una de tantas opciones de salvapantallas. Un lienzo enmarcado por la naturaleza, candidato a fracasar en el intento lucrativo de ser inmortalizado por una empresa papelera desesperada de lucrar con la venta de calendarios que la incluyeran como intérprete impreso de Enero; protagonizando el olvido en un cajón sin abrir, o en el mejor caso, treinta y un días apenas vistos en la pared de una cocina mugrienta, ahuyentada por el sarro amarillento y el empapelado floreado de mal gusto.
El sol comenzó a descender hasta acariciar las puntas blancas de la cordillera Bética. Acompañados por la brillosa presencia muda que de apoco se despedía refugiándose en el altiplano protector, sorteamos, los humanos, la propuesta de hacer pie en una estación de gas. Unánimemente, accedimos los que nos comunicamos en castellano, secundados por el oyente que asintió agradecido. Sin antojo de una golosina, ni urgencia de descarga, clavé la vista en la interminable sierra empapada de tintes al rojo vivo en comunión de un amarillo caprichoso. Me dejé seducir por esa imagen de picos blancos fundidos en un halo anaranjado. Solito me entregué a su belleza fugaz, absorto en la unicidad de la presencia irrepetible; sin sensación de aferramiento, satisfecho por el encuentro precoz a pesar del inminente fin. Lo guardé como un secreto íntimo. Me abstuve de inmortalizar la vista con una captura de nostalgia anticipada, evitando hacerla rehén de un carrete de gigabytes agotados por fotos jamás vistas.
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