—¡Buenas tardes, chofer! Señorita, disculpen la demora.
Estaba sentada en el asiento trasero, esperando a mi compañera de viaje. El destino había marcado primero mi dirección y después la suya. La pasajera era una anciana con una canasta grande de mimbre, cubierta por un mantel estampado de pajaritos verdes.
—Justina, un gusto —dije, saludando cuando subió.
La señora sonreía. Su actitud ecléctica desprendía una simpatía difícil de ignorar.
—¡Buenos días! Soy Marta, Marta Rosales. Primera vez que tomo un viaje así. Mis nietos, Alejandro y Eial, lo hacen todo el tiempo. Voy a conocer a la novia de uno… ¡Ya temía que se quedaran solteros!
Hablaba sin parar. Me recordaba a mi abuela, aunque juraría que la mía nunca habló tanto en toda su vida.
—Y tú, jovencita, ¿debes estar en pareja? Con lo maja que eres…
Le sonreí y, por hacerla feliz, asentí. Su verborrea me causaba una dual sensación de enigma y ternura inaudita
Justo cuando se calló unos segundos, un sonido extraño salió de la canasta. Marta movió el mantel.
—¡Ah, no les presenté! Él es Rómulo, mi niño.
Un gallo. Marta traía un gallo. El chofer, a través del retrovisor, me lanzó una mirada cómplice.
—¿Se podía viajar con animales, verdad? Bueno, este no es un animal, es mi bebé —dijo Marta, acariciando a Rómulo.
—Claro, señora —respondió el chofer, con una sonrisa de humor ácido y una paciencia destacable—. Mientras no ponga huevos…
—¡Qué dice, hombre! Esas son las gallinas.
Marta me miró y ambas nos reímos con sigilo, cómplices de una comodidad indescriptible. Pasaron cuarenta minutos de viaje; los últimos diez, en silencio.
Marta seguía sosteniendo al gallo en lo alto del auto.
—¡Señora! Guarde ese gallo —mencioné, aguantando la risa.
Nos distanciaban unos bolsos que había colocado en medio de los asientos, pero su charla era suficiente para llenar todo el espacio del auto. Rómulo cacareaba y mi mente intentaba contener la bizarra situación.
Cuarenta minutos más tarde, me acomodé contra la puerta para dormir un rato. Debí abrir los ojos al terminar de escuchar sus elocuentes palabras:
—Chofer, una cosa más… Rómulo y yo tenemos una urgencia. ¿Les sería incómodo si bajamos al baño?
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