Recorriendo los linderos de la ciudad que se esparce como un tumor, a través del «camino real», personas vestidas de negro salían de un terreno, en el cual vislumbré una pequeña casa maltrecha. Pocos metros adelante en la orilla de la calle, una figura también de negro que a la distancia parecía no tener cabeza me hizo la típica señal para un aventón. Al irme aproximando, su forma se aclaró y pasé de largo. Obviamente ignoré su petición por subir a bordo. Vivo en una de las ciudades más violentas del mundo, por lo que están de más las explicaciones del por qué lo ignoré por completo y me pasé de largo… Estaba a diez minutos de la casa de uno de mis mejores amigos, de donde venía precisamente, cuando me percate que había olvidado en su casa mi celular… Tras una pequeña rabieta regresé lo más rápido que pude, pasando nuevamente por donde se ubicaba aquella oblicua figura de negro a la cual no recordaba si le había visto alguna seña que fungiera como cabeza. Eso, hasta ese momento, no importaba, ya que no estaba por ninguna parte cuando pase.
Fue gratificante que la amabilidad de mi amigo y sus correctos modales me habían facilitado la obtención de mi dispositivo; se había percatado casi de inmediato de mi descuido, y me esperaba en la entrada de su casa sonriendo. Me hizo sentir menos tonto. Me despedí y partí de nuevo pasando por diferentes calles. A un principio, esa vía alterna era un poco más larga, pero menos congestionada para manejar. Hasta el día de hoy me sigo repitiendo lo mismo; sino hubiera regresado por tal descuido, jamás me hubiera arriesgado a darle aventón a aquel espíritu que apareció de nuevo, de manera súbita, obligándome a frenar atravesándose con violencia en medio de la calle. Aun me aterro y se me estremece el pecho, ya que tras haber frenado le di la oportunidad de que se subiera sin abrir la puerta. De forma espontánea traía a bordo al egregor de copiloto, quien hasta el día de hoy dejó indelebles, acechándome sus palabras: «debes ayudarme a encontrar mi cuerpo, solo así podré descansar». Las luces rojas del auto se barrían a la distancia, envenenando la noche con los rostros de nuestros seres amados muertos, en la consciencia colectiva, por donde nos vigila el egregor.
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