El coche llegó puntual. Era uno de esos BlaBlaCar entre Sevilla y Écija que tomaba a menudo, pero hoy el ambiente era distinto. Quizá el cansancio o el deseo de desconectar. Subí, saludé a Antonio, el conductor, y a Clara, la chica en el asiento delantero, que apenas levantó la vista del móvil.
El viaje comenzó como siempre: bromas ligeras y el murmullo de la radio. Pero Antonio rompió la rutina hablando de su pasión por el senderismo en la Sierra Norte de Sevilla. Nos describió sus rutas favoritas, la paz que encontraba en la montaña y cómo desconectaba de la ciudad. Clara, que había estado callada, se animó: era fotógrafa aficionada y amaba capturar paisajes al amanecer.
Yo, que nunca había sido muy de montaña, comencé a ver esos lugares de otra manera gracias a sus historias. Clara hablaba de la luz cambiando los paisajes, mientras Antonio relataba sus aventuras por la sierra. El viaje empezó a sentirse diferente, casi como una pequeña escapada compartida.
De repente, Antonio señaló hacia la Vega de Carmona, esa amplia llanura bajo el terreno elevado. “La puesta de sol desde aquí es increíble, ¿paramos?”. Dudé. No suelo parar si tengo prisa, pero acepté.
Nos detuvimos en un camino rural. Al bajar, el aire fresco nos rodeó. La luz dorada del sol caía sobre la Vega, pintando el horizonte de tonos cálidos. Clara, con su cámara, capturaba el momento, mientras Antonio y yo lo observábamos en silencio. “Nunca me canso de esto”, dijo Antonio. Lo entendí perfectamente.
De vuelta en el coche, el silencio era distinto, tranquilo. Ya no hacía falta hablar; el atardecer había hablado por nosotros. Al llegar a Écija, nos despedimos con sonrisas. Sabíamos que probablemente no volveríamos a vernos, pero ese atardecer quedaría en nuestra memoria, como un pequeño tesoro compartido.
Al bajar, me di cuenta de que el viaje no había sido solo un trayecto. Había sido una pausa, una oportunidad de desconectar y ver la belleza en lo simple. Una conexión fugaz con dos personas que hicieron ese trayecto especial.
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